miércoles, 19 de noviembre de 2008

Ser libre. II

Nadie sabía su nombre. Ella misma lo había olvidado, eso le gustaba pues de ese modo podía ser quien quisiera: unos día era Camila, la reina del barrio; otras prefería ser Renata, la loca, para no atender a nada, para aislarse por completo de lo que sucedía en su entorno; pero su favorita era la personalidad de Luna, la dueña del mundo. Le agradaba saber que todo era suyo, aunque tenía que compartir mucho con los demás, eso la hacía sentirse buena. Algunas veces recibía dinero de la gente como recompensa por permitir que usaran sus caminos, días soleados y noches frescas.

Cuando sentía necesidad de ser reconocida lavaba su cara y sus manos hasta eliminar la costra que las cubría y peinaba sus cabellos que siempre permanecían tiesos; sin embargo, cuando esto sucedía, la gente volteaba a verla con curiosidad pues su cara no era fea, aunque su mirada siempre estaba de viaje buscando lugares donde nadie ha llegado ni puede llegar.

Casi no hablaba y cuando pensaba en voz alta usaba cancioncillas que ella misma iba inventando; en ellas decía lo que veía, sentía, quería... No cantaba mal, pero cuando su felicidad era desbordante lo hacía a todo pulmón y entonces poco le importaba afinar; claro que nunca esperó ni recibió aplausos, en cambio las más de la veces, le gritaban o lanzaban cosas exasperados por lograr su silencio. No le importaba.

No entendía que alguien no sonriera, no entendía que para los demás no todo era felicidad, no entendía que esa felicidad de unos cuantos fuera cobrada a otros muchos. Un día que canturreaba a las ratas que la acompañaban mientras comía, recibió la visita de varios hombres; después supo, por primera vez, lo que era llorar. Ese día dejo de cantar para siempre y cada vez que llovía recordaba su propia lluvia.

Camila murió ese día; Luna se esfumó, sólo quedó Renata, la loca. Nada le devolvía la sonrisa; una vez más nadie la veía, se volvió invisible, más de lo que ya era. Su gesto tranquilo se llenó de ansiedad y desconfianza, sus labios se endurecieron, sus ojos se perdieron en el vacío permanente. Su voz se convirtió en un lamento sordo, perdió el cabello que ella misma arrancaba a tirones. Sus manos perdieron firmeza y poco a poco sus piernas se negaron a andar los caminos... Sus caminos.

Perdió el sueño de libertad, la soledad la invadió; llenaba su tiempo recreando su infancia, la cara de su madre, el sentimiento de ser acompañada por aquel animal que la siguió un tiempo... y volvía la lluvia interminable, irremediable, fría...

Las noches le fueron eternas y los días molestos, los colores se perdieron entre tonos grises y jamás volvió a lavar su cara. La costra se aferró a ella como las malas ideas y esas ideas se reunieron en su límite. Dejó de comer lo que encontraba y buscó respuestas a sus porqués, a sus cómos, a sus cuándos, hasta que llegó el momento de decidir y decidió por fin ser libre.

Ser libre

Cuando nació tuvo su primer sentimiento de libertad, aún no sabía qué era esa sensación pero la disfrutó en su primer bocanada de aire; al verla, su madre supo que sería diferente a los demás niños. Un año después, su abuela adivinó su vocación cuando la vio caminar por primera vez en una calle cualquiera como si fuera dueña de todo, sin nada que la sorprendiera.

El mundo sería su destino y la vida el límite para conocerlo; nada la detendría a partir de entonces. En cuanto pudo escapó con la vagancia como única compañera y con la sonrisa en su cara como equipaje.

No hubo una tragedia que marcara su destino; nadie nunca la agredió y jamás fue privada del amor familiar. Lo que le pasó es que siempre tuvo necesidad de espacios abiertos y largos caminos, siempre gustó de sentir el aire contra su cara y la lluvia corriendo por su cuerpo; disfrutaba los rayos del sol tanto como el rocío de la madrugada entre sus dedos; le agradaba dejar sus huellas sin rumbo dibujadas en la arena y el sabor a campo, ese que se mastica en las brechas polvorientas.

La seducían los paisajes de los pueblos, pero el hedor de la ciudad le llenaba los sentidos. Le gustaba ver las chimeneas de las fábricas y sabía que el traqueteo interminable le aliviaba la ansiedad que permanentemente la aprisionaba. El ruido de las calles ocupaba sus horas, y por éste se enteraba si tenía que dormir, comer o despertarse.

Las noches le quitaban el sueño; prefería pasar el tiempo descifrando los misterios que la luna le ofrecía... ¡eran tantos! En ocasiones la mañana la sorprendía inventando historias, y cuando eso pasaba, creía presentir la coquetería de la luna hacia el sol.

Soñaba con frecuencia con lugares que seguramente no existían más que en su imaginación; solía jugar a ponerle nombre a cada una de las caras que reconocía (o creía reconocer) de sus sueños. Las cosas no necesitaban nombre, porque sólo tenía que separarlas en útiles, inútiles, para disfrutar o para cargar...

Los colores le intrigaban pero nunca intentó explicarse de dónde venían, tenía la idea de que al hacerlo éstos desaparecerían para siempre igual que ese animal que la siguió durante tanto tiempo; desde ese día no quiso ser responsable de conservar consigo más de lo que traía puesto.

Quería sentirse libre cada mañana, sin tener que decidir grandes cosas; la comida la encontraba a su paso por cualquier callejón o mercado; la ropa que usaba era regalo de la gente que en ocasiones la llevaba a algún albergue; su camino siempre estaba allí tomara la dirección que fuera y el cielo siempre estaba en su lugar todo el tiempo con sus nubes, estrellas, luna y sol.

lunes, 27 de octubre de 2008

Llegó y se fue



Llegó como la noche: desnuda y descubierta ante mí,
ante mis ojos, ante mis deseos.
Se aproximó lenta
hasta acariciar mis muslos y,
con su boca babeante de candentes pensamientos,
recorrió mi cuerpo hasta dejarlo insensible
a las caricias de su propio cuerpo.
Llegó y dejó un hueco que despierta desde adentro
hasta lo más lejano de mi vista, de mis sentidos.
Cuando se fue
me di cuenta que faltaba algo,
me di cuenta que estaba solo,
me di cuenta que estaba muerto.

sábado, 11 de octubre de 2008

Los monstruos

Apenas rebasábamos los doce y nos gustaba divertirnos. Las noches eran días y los días se convertían en la antesala que pacientemente nos guardaba para esa noche. Octubre me parecía divertido por muchas cosas: el clima, la luna, el juego, los estrenos en la televisión o el cierre de temporadas de Mágnum P. I., Remington Steel y Luz de Luna; me gustaba por Felicia Hardy, Punisher, Jackal, el Conde Bartok y el espíritu de aventura que nos cargaba la pilas preparando la noche del último día del mes.

Volvíamos loca a ma’Mary con la factura de capas y camisolas largas; el profe se divertía consiguiendo látex que serviría para hacer cicatrices; mi hermano ideaba mil formas de expulsar sangre por la cara sin que se notaran las mangueritas para el suero que nos robábamos del botiquín de la abuela.
Mezclábamos de todo para fabricar alguna pasta purulenta de color verdeamarella con puntitos de color marrón, pero lo suficientemente ligera para que fluyera lentamente por los tubos que colocábamos debajo de los plásticos de la cara.

El día esperado comenzaba después de la comida. Algunos se juntaban en las ventanas para ser testigos de la transformación que iniciaba con una buena lavada de cara para después comenzar a colocar el colodión, látex y avena que servían para hacer las texturas de la piel que sería expuesta toda la noche. No podían faltar la grenetina, el engrudo y el cleen pack, que por cierto nunca usamos y no recuerdo para qué estaba allí.

Al llegar la noche nos lanzábamos a las calles rodeados de quienes nos veían pasar; no pedíamos dulces ni nada por el estilo, pero nos divertíamos igual o más que muchos que sí lo hacían. No faltaba algún despistado que se asustara o algún otro que, después de burlarse de nosotros por ‘ya estar grandecitos’, se unía al grupo por unas calles para saber qué era realmente lo que pasaba.

Después de las once de la noche la colonia era nuestra, todo estaba solo y apenas comenzábamos la fiesta. Recuerdo haber pasado por cada cuadra atento a lo que sucedía en nuestro camino, esperando que de algún callejón saltara alguien más loco que nosotros para echársenos encima. Retábamos el miedo entrando en las casas solas con apenas una lámpara de mano y gritábamos hasta quedar mudos que en cualquier casa, callejón o calle, andaba el diablo en “pelota” haciendo de las suyas.

Después de eso, la cita era en la esquina. Junto a los amigos platicábamos lo visto y escuchado esa noche. Repartíamos el botín de quienes pidieron dulce a cambio de no hacer travesura, recorríamos de memoria cada escena vivida, cada gesto, cada palabra hasta quedar satisfechos con esa noche.

Al día siguiente llegábamos temprano a la escuela esperando no haber sido reconocidos para escuchar las impresiones de quienes nos vieron o supieron de los monstruos que pasearon hasta la media noche. Los comentarios eran alentadores y nos movían a planear la noche del siguiente año que debía superar la anterior, cosa que siempre sucedió hasta que llegamos a los veinte y comenzamos a cobrar para que otros se divirtieran.

viernes, 19 de septiembre de 2008

La Muralla del Libro

La Muralla del libro es una actividad que realizan mis alumnos adolescentes en su comunidad. La idea es el intercambio de libros entre ellos, de modo que si aportan uno, dos o cualquier cantidad de libros, pueden llevarse la misma cantidad a su casa con el compromiso de leerlos. Lo libros no necesariamente tienen que ser propios, pueden hacer una colecta entre los vecinos que quieran hacer espacio en su librero o deshacerse de de esas cosas que nivelan la mesa de la abuela.

Esta actividad inició en la Normal Superior allá por el año 2000, cuando el Fer, entonces responsable del Depto. de Difusión Cultural, sacó un montón de libros que se iban a tirar y los puso en una mesa para que se los llevaran los normalistas. Después de eso, los alumnos de la especialidad de Español, y de otras, se dieron a la tarea durante tres o cuatro años de repetir la misma acción cada vez con más y más libros de todo tipo: literatura, divulgación, chismes, escolares, especializados, etc.

Ahora, desde hace cinco años, los chavos de la secundaria 6 en Escobedo, han adoptado esa misión de reunir libros para llevarse libros. Puede sonar extraño que los adolescentes estén interesados en el material impreso, pero es cierto que participan convencidos de recuperar en letras lo que dejan en la mesa.

Lo que opaca el entusiasmo de mis alumnos es el hecho de que muchos maestros de esa escuela no se interesan en nada que tenga relación con la lectura, y hasta interfieren con la actividad de los alumnos si se relaciona con libros; muchos no entran a la biblioteca a menos que se ofrezca un almuerzo o haya una junta, de esas engorrosas, que convoca la dirección.

La actitud de los maestros difícilmente se puede modificar, la de los alumnos confío que se fortalezca en cuanto a la participación y que crezca en lo que respecta al gusto por la lectura. El año pasado, gracias a Guillermo Berrones y otros comprometidos con la promoción de la lectura, se reunieron más de mil libros para la Muralla con la intervención de cerca de 200 muchachos… Eso es mucho para quienes piensan que no leen; y tal vez no lo hagan, pero qué importa si están cerca de la lectura y del material que la difunde.

Este año el reto es mayor, tenemos el compromiso de reunir una cantidad mayor de libros y participantes, no porque sea una promesa ni nada por el estilo, sino por el simple hecho de ganar cada vez más lectores en las aulas de mi escuelita; lo malo es que ya no tenemos a un Berrones con la facilidad de antes para donar libros, lo único que queda es confiar en que quienes colaboramos con esta tarea logremos, independientemente de los números, convencer a los muchachos de las ventajas de ser lector.

sábado, 16 de agosto de 2008

Lo miró

Lo miró apenas por la ventana que mostraba su rostro inmóvil, nada lo impacientaba ahora. La última vez que habló con él fue frente al televisor, ese viernes por la noche, cuando la estridente risa se convirtió en tos, y la tos en el pretexto para irse de prisa, sin esperar a que llegara el resto de la familia a despedirse. Lo miró a través del cristal que lo mostraba igual a sus últimos días: tranquilo, sin más preocupaciones que el juego del fin de semana y la última cerveza que tomaría esa noche antes de ir a la cama. Nada lo intranquiliza ahora. Se fue.

No podía apartar su imagen de hace cuarenta y tantos años. Su gesto era el de un sueño profundo que se confundía con la tranquilidad de aquella noche, cuando sus comadres dijeron que nada se podía hacer ya. Lo miró y le era difícil apartar el recuerdo de quien compartía la mesa cada noche sin importar el resultado del día.

Todo se presentaba en cámara lenta: la llegada de sus hijos, la sorpresa de los vecinos, las preguntas incómodas, los avisos inoportunos, la compañía indeseable, el festejo que exigía tortilla, música y vino, además de filas incansables de gente con ojos vidriosos que quería despedirse con una sonrisa socarrona de una complicidad compartida.

El dolor lo guardó para más tarde, cuando él no estuviera presente, tal vez porque quien se ausentó desde ese momento, el mismo en que acariciaba el frío vidrio como si quisiera que él sintiera, fue ella. Sus hijos guardaron silencio esperando el siguiente día para embrutecerse con el alcohol que dejó en casa para la ocasión, nada se los impediría, seguirían su ejemplo, y como él lo hiciera hace muchos años, despertarán de su pesadilla temporal para enterarse que fue cierto, que lo perdieron, que ya no vuelve.

Los últimos años son un misterio para la familia, no la suya, la de sus padres; nadie recordaba su cara pero reconocían su existencia en el exilio autoimpuesto, complaciente, conveniente para unos cuantos, necesario para otros. La noticia les recordó que pueden ser los siguientes, les remolió las culpas y los reclamos, les golpeó donde no duele pero carcome, les dejó un hueco más grade sin saber que está allí, en el centro, en el mismo lugar donde lo dejaron la última vez.

La despedida, la de de veras, fue larga. Le dejaron una playera de rayas, una fotografía de ella cuarenta años más joven, pulseras tejidas, un rosario, un millón de lágrimas y la ventana manchada; nada reparador, ningún consuelo, nada que dejara marcas profundas en la línea rota hace tanto tiempo, nada que pudiera interpretarse como señal de cercanía pues cada quien guardaba su distancia entre sí, como cuidando lo íntimo del momento, el sudor ocular que picaba, el dolor de las quijadas apretadas, lo que se veía y se sentía.

Al final no hubo cuentos, ni saludos falsos, “lo que es, es”, siempre decía, “si no nos vemos, no nos conocemos”. Quienes lo vieron por ese vidrio lo saben. Ella lo supo siempre -y ahora lo confirma con sus cansados ojos-, aun antes de verlo la primera vez, tan grande, tan fuerte, tan cerca, tan frío, tan muerto.

martes, 22 de julio de 2008

La Estancia de Payador

En Acapulco nos reuníamos con frecuencia a echar guitarrazos y gritos cada fin de semana; no había nada que nos lo impidiera. Las noches se hacían días y las madrugadas tardes. La casa era de los papás de Orlando que nos daba asilo en los cuartos que tenía en la planta alta, y como éstos iban acompañados de un recibidor, y un baño, además del asador, hielera, gran terraza con un espacio techado y un tercer nivel que hacía el lugar especial para cantarle a la luna, ni el agua, ni el frío nos detenían para hacerle los honores a Baco.


Jugábamos a que todos eran poetas, ellos improvisaban versos, rimas o ideas sueltas que sonaban bien y yo tenía que inventar alguna tonada con letra incluida que tratara lo mismo que terminaban de decir. En eso se nos iban la horas. Los vecinos nos odiaban, no tengo la menor duda; solíamos empezar a las bohemias pasadas las diez y regularmente terminábamos cuando la gente se iba al trabajo, casi siempre sin el anfitrión que se dormía antes que nosotros.



Los de cajón éramos Orlando, Javier, Lore, Ramiro, Camero, Rocha, Moy, Luis Aguilar y yo; de allí se colaban en ocasiones Ángel, Winnie, El soda, y otros que ya no recuerdo por sus nombres. Si la noche era presta, no faltaba a quién llevarle serenata sin más motivo que agarrar la jarra en el camino; si los ánimos se calentaban, después de media noche, nos íbamos a la presa a nadar con tenis y botas puestas ¡y vieja el que se raje! Pero eso sí, con la hielera hasta el tronco y el conductor también.


En alguna ocasión Oscar Raúl, hermano de Orlando, estaba enojado porque no lo dejábamos dormir. La solución fue sencilla: me pidió que lo acompañara el siguiente fin de semana a un Bar, llamado La Estancia de Payador, sin decirme que su intención era dejarme allí tocando para librarse de mí, y de pasada del resto, los fines de semana. Funcionó su estrategia.


Pedí al dueño del Bar, Gilberto Bretón, la oportunidad de preparar un programa de una hora para el lugar, así que invité a un cabrón mal hecho, a que se uniera al reto, pues mi idea era seguir con aquel juego de los versos y las canciones pero ya en forma, y como el Papayo tocaba música clásica con su guitarra, era el indicado para ello. Lo que no preví es que este tipo no tocaba otra cosa que no fuera clásico -no sabía hacerlo-, y tuve que enseñarlo a tocar al menos las canciones que pretendía agregar en el programa.


Cuando nos sentimos preparados, nos lanzamos para la prueba de fuego; nuestro público, compuesto por Paty Guerrero, María Eugenia Llamas, Pedro Guasti, Enrique Esparza y otros, nos dio el visto bueno, repetiríamos al día siguiente a la misma hora, la hora de no hay nadie en este lugar: las siete de la noche. Antes de una señora llamada Maurilia, que no recuerdo qué cantaba pero siempre andaba con capa, sarape o algo por el estilo.


Era sábado, y habíamos quedado el Papayo y yo de ensayar antes de irnos; para mi sorpresa el canijo se fue al concierto de Bon Jovi y me dejó colgado con el ensayo. Supuse que llegaría al Bar, pero no apareció. Gilberto me aventó la bronca de tocar solo y no tuve más remedio que hacerlo. Me fue bien, mejor que con el Papayo un día antes.


En ese lugar comencé mis correrías que durarían algunos años, casi muchos. Recorrí todos los horarios, desde las 19 hrs. hasta las tres de la mañana; casi siempre estaba lleno, con gente de pie, desde muy temprano. Recuerdo una ocasión que la luz se fue y Paty armó tremendo guateque con botellas, fichas, palos de escoba, panderos y silbidos, al compás de la guitarra de Pedro Guasti; el público se emocionó tanto que así duramos hasta casi las tres de la mañana, cuando la luz volvió desde media hora después del apagón.


Gracias a La Estancia de Payador pude tocar junto a Paty Guerrero, Alejandro Filio, Mexicanto, La Trenza, La Mecha, Pionero, Miguel de Hoyos, Patricia Quiroga, Carlos Percel y Nahuel Pérez, Quique Esparza, Pedro Guasti, y con el tiempo muchos más, grandes y chiquitos que no voy a mencionar para no sonar presuntuoso, aunque si son dignos de presumir. ¡Es más! hasta con Alfredo Zitarrosa en un concierto virtual donde tenía que alternar con la vídeocassetera y la televisión, donde se reproducía el último concierto que dio en Monterrey antes de su muerte.


Ese lugar desapareció cuando Gilberto lo vendió a un fulano que creía que compraba también a los clientes, creo que fue un error en ese momento. No sé si hoy existan lugares así, con ese ambiente de camaradería, lo más próximo es quizás La Tumba, aunque se me antoja más comercial y muy lejano a lo que era El paya. ¿Por qué me acordé hasta ahora de ese lugar? Tal vez porque tengo ganas de una cerveza con mis amigos de entonces, o con los de ahora que no les piden nada…

lunes, 7 de julio de 2008

The bucket list

Morir con los ojos cerrados y el corazón abierto.

Pensar en mi muerte no es algo que me preocupe todavía, en tal caso debiera ocuparme de los que se quedan, pero como en su momento ya no estaré, deben ser ellos quienes se preocupen y no yo. Algo así es lo que aborda la película The bucket list protagonizada por Jack (que miedo me da tu risa) Nicholson y Morgan (el pecas) Freeman.

¿Qué quieres hacer antes de partir? Es la pregunta latente en la cinta, y si tu respuesta es ver algo espectacular o reír hasta llorar, más vale que te prepares para pasar lo que te resta de vida aburrido, haciendo lo mismo de todos los días y esperando a que la muerte pase por ti. Si tu respuesta era esa, coincide entonces con la de Carter, un mecánico de 66 años desahuciado por el cáncer, siempre acompañado de su amorosa familia y rodeado de las atenciones que todo abuelo de película puede tener.

Edward, por su parte, era un hombre de negocios que gustaba de una buena discusión si ésta iba acompañada del mejor café del mundo; su trabajo consistía en comprar centros médicos que parecían spa’s para convertirlos en verdaderos hospitales. Él también tenía cáncer, seis meses de vida y un asistente como única compañía.

Cuando se conocieron no fue en el mejor de los momentos, fue en un hospital, con la enfermedad a cuestas y a punto de perderse en el vacío que representa el saberse muertos. Carter fue el último de los dos en enterarse que moriría, y aunque siempre pensó que conocer con anticipación el día de su muerte podría representar una ventaja, se dio cuenta de que eso no era cierto, de que el tiempo restante no sería suficiente para vivir con su familia, de que la muerte lo acompañaría desde ese día hasta el último impidiéndole disfrutar lo que le quedaba de vida.

Edward se sabía solo y con poco qué perder a esas alturas, así que le propuso a Carter cumplir juntos con una lista de deseos que éste había iniciado e interrumpido cuando supo la noticia de su futura muerte. La lista iría creciendo mientras los días avanzaban y para el mecánico resultó difícil desprenderse de su esposa que estaba lista para perderlo ante la muerte pero no mientras estaba vivo; sin embargo, antepuso sus 45 años de sacrificio por la familia y se dio permiso de vivir lo que le faltaba vivir: saltar en paracaídas, conducir un Shelby, viajar a Francia, África, Egipto, Japón y el Tíbet con la intención de subir al Himalaya.

La vida que había tenido cada uno de los personajes los distanciaba en ideas y verdades, pero innegablemente enriquecía las experiencias del otro logrando una complicidad que incluía al asistente de Edward siempre que necesitaban de algo.

El final de la película te lo puedes imaginar, pero no lo confirmaré hasta que la veas; y como morir es lo último que pienso hacer en esta vida, me parece buena idea preguntar ¿ya pensaste lo que quieres hacer antes de partir?

jueves, 8 de mayo de 2008

Luna

Ahí estás, lo sé. Esperas un momento más antes de entrar; cuando lo hagas, estaré aquí aún como hace tanto tiempo, solo, muy solo...


Me acomodaré entre almohadas que cubran mi cara de ti, pero me pondré insistentemente debajo de ti para que también tu puedas ver mi torso desnudo y poco atlético retorcerse acompasadamente mientras lo tocas lasciva.


Me mojarás con recuerdos de cosas vividas en esta cama con ella. Te gusta saber qué me altera, te gusta saber que controlas mis sentidos. No. Mi memoria. Tienes ventajas sobre mí. Muchas, aunque tu memoria no es tan buena: yo sigo recordando su piel, mientras tu olvidas la mía después de cada noche. Esa es mi ventaja: siempre seré uno nuevo en ti, aunque cada vez sea más viejo.


Me sentiré halagado por tu visita y me disculparé mañana por no haberme dado cuenta de la hora en que te fuiste. Como siempre no escucharás y aquí estarás cada noche mientras puedas. Recordando. Sintiendo. Llorando... Muriendo.


Te moverás despacio sobre mi. Me harás el amor hasta saciarte. Yo no me enteraré, sólo me quedará tu brillo, ni siquiera un aroma, mucho menos un suspiro, un gemido...


De ella me queda todo menos su presencia, lo sabes y te burlas por eso. No me importa. Debes saber también que mientras cruzas el umbral de mi habitación es a ella a quien respiro, en quien sueño, a quien amo... a quien amo.


Si, lo sé, no te importa. Por eso seguirás aquí, conmigo. Me dormiré despacio y así te irás.


La oscuridad seguirá contigo y el día llegará a donde estoy irremediablemente. Al despertar ella seguirá conmigo y tu sin mi. Cuando vuelvas será ella quien esté presente y tu seguirás siendo una sombra luminosa.


No serás más luz. No serás más luna. Seguiré siendo tuyo mientras puedas, mientras yo quiera, mientras ella vuelve.

sábado, 12 de abril de 2008

39°

La luna se ve desde mi ventana. Gorda. Blanca. Refulgente. Me acosa. Me ciega. Me vigila. La extraño. No puedo apartar su rostro ni su nombre de mi memoria. ¿Dónde estará? Esta noche olvidó su pálido manto y se puso traje de luz. Entró a mi alcoba sin tocar. Por la ventana. Lenta. Sigilosa. Fría. El calor es sofocante. La extraño y la veo. La acuesto a mi lado y la toco. Despierto. Me ciega. Me seduce. Lentamente me toca. La pared. Mi cara. Mi pecho y manos. Me hace el amor. Se sacia. Me olvida. Insatisfacción. La sueño en blusa roja, mezclilla y zapatos nuevos. Se ve hermosa. Me acerco y... La luna me ve como la ve a ella. La envidio. El colchón está mojado de sudor. Terminé mi agua. La luna me observa. Se burla. La odio. Ha de estar saciando sus lesbianas actitudes con ella. Ella me ama a mí. Tú también me amas. No me dejes. Estiro mis dedos y oprimo mi sexo para ejercitarlo. No puedo. No despierta. No hay por qué. Frustración. La extraño. La veo por mi ventana y con su redondez recuerdo la redondez de sus pezones perfectos. Pequeños. Erguidos. La amo. Me aman. Intento tocarla. No puedo. Distancia. El calor. No lo aguanto. Bebo el sudor de mi almohada y la luz de ella. Apago el reloj pues no soporto más luz que la de ella. Su foto. La toca. Sueño. Grito. ¡Aléjate de ella! ¡No la toques! Me ve. Se burla. Me ciega. Estoy solo. Recuerdo un “Te amaré siempre”. Luna. Calor. Sed. Sueños. Insomnio y otra vez. Corro la cortina. Oscuridad. Cruda moral. Erección. Adiós. La extraño. La amo. Me ama. Me odia. Tengo calor. Menciono su nombre. Me duermo. Estoy ciego... pero la amo. Luna, también a ti, pero no la toques.

sábado, 15 de marzo de 2008

ENSeguida...

Cuando llegué a la Normal Superior en 1996, tuve la inquietud de formar un órgano informativo y de comunicación realizado completamente por alumnos. Después de batallar un poco, conseguimos el permiso para llevar a cabo el proyecto utilizando los recursos de la escuela.

Se nos asignó un asesor y junto a otras cuatro compañeras inicié la revista ENSeguida… El primer número fue difícil: ninguno de los cinco sabíamos usar una computadora y el profe que nos iba a ayudar se hacía del rogar; pocos compañeros se apuntaban para publicar por flojera, miedo o qué sé yo. La guerra de egos se hizo presente y la revista estuvo a punto de perderse antes del segundo número que salió sin problemas aparentes.

Sin contar con mi aprobación y a escondidas, algunos miembros del consejo editorial incluyeron una parodia de la Normal. La molestia del asesor y mía fue grande en principio, pero cuando algunos maestros comenzaron a exigir su aparición en la segunda parte del cuento, supusimos que fue acertada la inserción de la historia.

Lo malo vino después de una semana. Alguien le calentó la cabeza a uno de los parodiados y se armó una paradoja enorme. Quienes insertaron el texto se defendieron diciendo que yo había dado mi autorización como coordinador de la revista, aunque días antes desconocieron tal cargo; pidieron mi expulsión y la destitución de nuestro asesor de proyecto. Ese fue el principio de un capítulo vergonzoso para la Normal. Tiempo después apareció un tercer número con otro consejo editorial y el número cuarto se quedó guardado. El proyecto había muerto.

Hoy tenemos otros medios de expresar lo que queremos decir; ya no es tan necesario el papel y la tinta y sigo diciendo lo que quiero, tratando de ser justo y claro en mis ideas. Hasta el momento no he recibido comentarios que intenten callar las palabras escritas en este espacio o en el que comparto con mis amigos, no creo necesario que lo hagan… todavía.

Quienes trabajamos en la Normal debemos entender que estamos expuestos a la crítica de los alumnos, eso no lo podemos evitar ni sería justo hacerlo, porque es la medida que tenemos entre la nube en la que nos sentimos y el suelo que nos espera. para ellos, los alumnos, debe ser difícil señalar los vicios de sus maestros, porque pueden convertirse en objeto de represalias a la hora de calificar o de la censura por dar a conocer sus opiniones que es lo mismo; cuando se quejan de mí, conmigo o mis compañeros, analizo los motivos que tienen, no para culpar, señalar, o cuidar sus intereses, sino para intentar poner un remedio que satisfaga a las partes afectadas.

Personalmente no me atrevería a callar la voz de mis alumnos, tienen derecho a expresarse si son conscientes de lo que dicen, si no son manipulados por terceras personas, si sus comentarios ofrecen la oportunidad de enmendar los errores para beneficio propio o del servicio que se oferta, aunque no nos guste la forma en que se hacen dichos señalamientos.

martes, 12 de febrero de 2008

Máscaras



Siempre me han gustado las máscaras; sobre todo aquellas que aparecen en la televisión los sábados por la tarde, en la lucha libre. Por alguna razón las máscaras, aunque no lo aceptemos, nos llaman la atención y seríamos capaces de usarlas si no se nos tachara de pendejos con máscara.

¿Quién que rebase los treinta no recuerda alguna vez haber jugado a ser el zorro, batman, el santo, o algún otro luchador enmascarado?; recuerdo que cuando niño exigía a mi abuela me hiciera antifaces con los retazos que ya no servían y también recuerdo sus regaños cuando, en mi alucine, desmadraba la magitel para usarla como mascara aunque oliera a rayos.

Recuerdo haber salido muchas noches, sin necesariamente ser hallowen, usando maquillaje fabricado con latex, colodión, avena y gelatina; nada espectacular era cuando sólo salíamos mi hermano y yo con capa a la calle simulando ser vampiros, hasta que descubrimos cómo hacer moldes de yeso para fabricar nuestras máscaras, bajo la inspiración de Misión Imposible, Serlock Holmes, Fredy Krouger y los programas que explicaban los procesos de maquillaje de las películas.

Lo anterior me trajo considerables ganancias durante mi estancia en la Uni, pues gané concursos de disfraces e hice dinerito maquillando a muchos de mis compañeros y compañeras para sus fiestas. Nunca faltó un loco que estuviera dispuesto a pagar una buena lana por una máscara en la que invertía no más de 200 pesos.

También recuerdo una ocasión en que mi amigo Napo Barrera me pidió que fuera enmascarado con sus alumnos de teatro, haciéndome pasar por un luchador que nadie conocía y, como no estaba nada panzón y tampoco tan jodido, los niños lo creyeron, lo malo es que andaba crudo, hacía un calor de mil demonios, la maldita máscara, negra por cierto, no tenía orificio para la boca y Napo me pidió que no me la quitara para que los niños no perdieran la ilusión… ¡Pinches Niños! ¡Pinche Napo!

Al margen de lo que se pueda pensar, quienes me conocen saben que sigo usando máscara: la del gruñon, la del grinch, la de insensible y anarco (como diría el Fer); pero no es la única que he usado, por un tiempo, largo por cierto, fue la guitarra que me protegía, como al cabazorro, de sociabilizar con los demás, que me convertía en el centro de atención y que se convirtió, para muchos, en el único motivo para invitarme a sus fiestas.

También uso barba y mal me rasuro para, según yo, ocultar una parálisis facial que me pegó hace años; dicen que no se nota, pero me siento más seguro con mi barba canosa y mal alineada.

Las máscaras siempre nos acompañan a todos lados y todos los días. Nada hay mejor que usar una cuando no tienes ganas de trabajar pero necesitas que nadie se entere; o cuando alguien te cae mal y le tienes que saludar de mano por cortesía; o aquellas que se usan para disimular, mentir, persuadir, joder, evadir, pedir, pelear, ganar, convenir, etc., o las que se usan para esconder lo que se siente y piensa, las que se usan como defensa, como barrera personal.

Esas últimas máscaras son las que pesan, las que tienes que mantener para no perder credibilidad, para no sentirte vulnerable. En mi caso acepto que me gustan las máscaras y que uso la mía, una muy difícil de quitar a estas alturas del partido.

Hasta luego...

miércoles, 16 de enero de 2008

“Luca también usa Converse”

No estoy seguro desde hace cuánto tiempo se usan los Converse, pero en la película más vieja que recuerdo ya tenían esa referencia que hoy mismo se hace a esa marca o estilo de calzado; no sé quien encasilló a esos tenis en el estereotipo del rebelde sin causa o la del vándalo juvenil, pero me llama la atención que aun con la cultura que cargamos los maestros (que debe ser mucha, al margen de la apertura mental que nos caracteriza), existan algunos que se resisten a eliminar esa etiqueta que han impuesto a esos tenis de lona que gustan a los adolescentes.

Entiendo que se busca la formación en los alumnos, entiendo que no se puede relajar la regla del calzado en la escuelas de educación básica, entiendo que quienes imponen los reglamentos exijan que se respeten, pero no comparto la idea de permitir un día de ropa libre sin que los alumnos escojan, al menos ese día, los zapatos que quieren utilizar.

Hace unas semanas, previo a las vacaciones de invierno, platicaba con mis alumnos de la secundaria sobre las formas de vestir que hoy están de moda. Platicábamos que muchas de las modas actuales tienen su origen décadas atrás, como eso de los mallones en las mujeres o los pantalones entubados que algunos usan, incluso la onda dark con las gabardinas largas y las cabelleras con cortes amorfos, sin tocar los maquillajes que más que góticos aparentan otras formas.

Mis alumnos, animados, ratificaban mis afirmaciones con comentarios sobre fotografías familiares ochenteras, setenteras, sesenteras y otras, hasta que llegamos a los Converse... Cuestionaban mucho el por qué no los dejan usar esos tenis en la escuela, el por qué, si les permiten ir con cualquier ropa algún día del mes, los regresan a su casa si se aparecen con ese tipo de tenis. No supe qué contestar.

Les propuse que escribieran un artículo donde expusieran sus argumentos para que se les permitiera hacer uso de Converse en la escuela, y lo que leí me pareció válido. Algunos comparaban sus Converse con los del Chapulín Colorado, que salvo el color, eran iguales; otros fueron más lejos: hicieron, en su texto, un listado de personajes que hacen uso de ese estilo de tenis preguntando, de manera retórica, si alguno de ellos era considerado un pandillero o bandido.

“Lo pandillero no se lleva en los pies, sino en la forma de vida” escribió Claudia; “Lola, la de la novela, es una fresa y los usa” apuntó Verónica; “Luca también usa Converse” -dijo Rolando en su escrito, haciendo alusión al personaje insignia del Forum de las Culturas, -“¿Qué onda con eso de la diversidad cultural? ¿Sólo es para los que no usan Converse?” Y aquí hago una pausa...

Lo que empezó como una forma de mantenerlos ocupados con trivialidades, terminó siendo un ejercicio de escritura, impregnado de la inquietud de mis alumnos, que me parece valió la pena; lo triste fue enterarme, por la voz de mis alumnos, que quienes estamos en la trinchera pocas veces nos damos la oportunidad de escuchar, o leer en este caso, lo que piensan o sienten sobre algo que perdería sentido si lo ponemos junto a otros trabajos escolares.

Tal vez sea poco importante usar o no Converse, pero ¿qué tan importante es para ellos defender su punto de vista sobre algo que sí consideran valioso? Sólo para confirmar lo que digo me permito transcribir el comentario que hizo una maestra, hija de la directora y alumna todavía de la Normal Superior: -“¿Acaso quieren ser un monigote que es manipulado, o compararse con un estúpido comediante que viste con mallas rojas?”... Aquí termina mi pausa.

No es el monigote, sino lo que representa, ni el comediante sino su personaje; no es el cuestionamiento, sino quién lo hace... vuelvo con Rolando: “¿Qué onda con eso de la diversidad cultural? ¿Sólo es para los que no usan Converse?”