Nadie sabía su nombre. Ella misma lo había olvidado, eso le gustaba pues de ese modo podía ser quien quisiera: unos día era Camila, la reina del barrio; otras prefería ser Renata, la loca, para no atender a nada, para aislarse por completo de lo que sucedía en su entorno; pero su favorita era la personalidad de Luna, la dueña del mundo. Le agradaba saber que todo era suyo, aunque tenía que compartir mucho con los demás, eso la hacía sentirse buena. Algunas veces recibía dinero de la gente como recompensa por permitir que usaran sus caminos, días soleados y noches frescas.
Cuando sentía necesidad de ser reconocida lavaba su cara y sus manos hasta eliminar la costra que las cubría y peinaba sus cabellos que siempre permanecían tiesos; sin embargo, cuando esto sucedía, la gente volteaba a verla con curiosidad pues su cara no era fea, aunque su mirada siempre estaba de viaje buscando lugares donde nadie ha llegado ni puede llegar.
Casi no hablaba y cuando pensaba en voz alta usaba cancioncillas que ella misma iba inventando; en ellas decía lo que veía, sentía, quería... No cantaba mal, pero cuando su felicidad era desbordante lo hacía a todo pulmón y entonces poco le importaba afinar; claro que nunca esperó ni recibió aplausos, en cambio las más de la veces, le gritaban o lanzaban cosas exasperados por lograr su silencio. No le importaba.
No entendía que alguien no sonriera, no entendía que para los demás no todo era felicidad, no entendía que esa felicidad de unos cuantos fuera cobrada a otros muchos. Un día que canturreaba a las ratas que la acompañaban mientras comía, recibió la visita de varios hombres; después supo, por primera vez, lo que era llorar. Ese día dejo de cantar para siempre y cada vez que llovía recordaba su propia lluvia.
Camila murió ese día; Luna se esfumó, sólo quedó Renata, la loca. Nada le devolvía la sonrisa; una vez más nadie la veía, se volvió invisible, más de lo que ya era. Su gesto tranquilo se llenó de ansiedad y desconfianza, sus labios se endurecieron, sus ojos se perdieron en el vacío permanente. Su voz se convirtió en un lamento sordo, perdió el cabello que ella misma arrancaba a tirones. Sus manos perdieron firmeza y poco a poco sus piernas se negaron a andar los caminos... Sus caminos.
Perdió el sueño de libertad, la soledad la invadió; llenaba su tiempo recreando su infancia, la cara de su madre, el sentimiento de ser acompañada por aquel animal que la siguió un tiempo... y volvía la lluvia interminable, irremediable, fría...
Las noches le fueron eternas y los días molestos, los colores se perdieron entre tonos grises y jamás volvió a lavar su cara. La costra se aferró a ella como las malas ideas y esas ideas se reunieron en su límite. Dejó de comer lo que encontraba y buscó respuestas a sus porqués, a sus cómos, a sus cuándos, hasta que llegó el momento de decidir y decidió por fin ser libre.