sábado, 16 de agosto de 2008

Lo miró

Lo miró apenas por la ventana que mostraba su rostro inmóvil, nada lo impacientaba ahora. La última vez que habló con él fue frente al televisor, ese viernes por la noche, cuando la estridente risa se convirtió en tos, y la tos en el pretexto para irse de prisa, sin esperar a que llegara el resto de la familia a despedirse. Lo miró a través del cristal que lo mostraba igual a sus últimos días: tranquilo, sin más preocupaciones que el juego del fin de semana y la última cerveza que tomaría esa noche antes de ir a la cama. Nada lo intranquiliza ahora. Se fue.

No podía apartar su imagen de hace cuarenta y tantos años. Su gesto era el de un sueño profundo que se confundía con la tranquilidad de aquella noche, cuando sus comadres dijeron que nada se podía hacer ya. Lo miró y le era difícil apartar el recuerdo de quien compartía la mesa cada noche sin importar el resultado del día.

Todo se presentaba en cámara lenta: la llegada de sus hijos, la sorpresa de los vecinos, las preguntas incómodas, los avisos inoportunos, la compañía indeseable, el festejo que exigía tortilla, música y vino, además de filas incansables de gente con ojos vidriosos que quería despedirse con una sonrisa socarrona de una complicidad compartida.

El dolor lo guardó para más tarde, cuando él no estuviera presente, tal vez porque quien se ausentó desde ese momento, el mismo en que acariciaba el frío vidrio como si quisiera que él sintiera, fue ella. Sus hijos guardaron silencio esperando el siguiente día para embrutecerse con el alcohol que dejó en casa para la ocasión, nada se los impediría, seguirían su ejemplo, y como él lo hiciera hace muchos años, despertarán de su pesadilla temporal para enterarse que fue cierto, que lo perdieron, que ya no vuelve.

Los últimos años son un misterio para la familia, no la suya, la de sus padres; nadie recordaba su cara pero reconocían su existencia en el exilio autoimpuesto, complaciente, conveniente para unos cuantos, necesario para otros. La noticia les recordó que pueden ser los siguientes, les remolió las culpas y los reclamos, les golpeó donde no duele pero carcome, les dejó un hueco más grade sin saber que está allí, en el centro, en el mismo lugar donde lo dejaron la última vez.

La despedida, la de de veras, fue larga. Le dejaron una playera de rayas, una fotografía de ella cuarenta años más joven, pulseras tejidas, un rosario, un millón de lágrimas y la ventana manchada; nada reparador, ningún consuelo, nada que dejara marcas profundas en la línea rota hace tanto tiempo, nada que pudiera interpretarse como señal de cercanía pues cada quien guardaba su distancia entre sí, como cuidando lo íntimo del momento, el sudor ocular que picaba, el dolor de las quijadas apretadas, lo que se veía y se sentía.

Al final no hubo cuentos, ni saludos falsos, “lo que es, es”, siempre decía, “si no nos vemos, no nos conocemos”. Quienes lo vieron por ese vidrio lo saben. Ella lo supo siempre -y ahora lo confirma con sus cansados ojos-, aun antes de verlo la primera vez, tan grande, tan fuerte, tan cerca, tan frío, tan muerto.