martes, 11 de junio de 2013

Mis hermanos...

Frente a mis amigos en no pocas ocasiones me refiero a mis hermanos como si lo fueran en verdad, y la verdad es que sí lo son, pero no hermanos comunes como aquellos con los que llegan tus papás un día y te dicen “Es tu hermano”, o hermana, según sea el caso, no. A mis hermanos yo los elijo y creo haber corrido con la fortuna de haber sido electo por ellos también.

Dos de ellos, los de más antigüedad son Joaquín y Carlos. En ellos he visto crecer muchas veces la pasión por lo que hacen y por aquello en lo que creen; de mismo modo creo que han visto en mi persona, en más de una oportunidad, las altas y las bajas por las que he pasado, pero primordialmente creo que entre los tres hemos encontrado esos ratitos de encuentro y escape que siempre hacen falta en diferentes etapas de nuestras vidas.

No se ha tratado nunca, al menos entre nosotros, de ocultar algo o engañarnos con algo. Estoy seguro que tenemos la confianza suficiente para compartir lo bueno y lo malo, lo que sentimos, lo que decimos y, por qué no, hasta lo que hacemos. Entre los tres nos permitimos regañarnos, aconsejarnos y hasta burlarnos cuando la circunstancia lo amerita. Nos preocupamos unos por el otro y ese otro por el resto de los tres. Si bien es cierto que por ratos largos nos perdemos de vista, nadie puede decir que estamos alejados, porque siempre estamos en comunicación, al pendiente de lo que nos pasa en casa, el trabajo o con los mismos amigos.

Mis hijas y los hijos de Joaquín, aunque no el de Carlos por cuestiones que escapan de las manos de mi hermanito, saben que tienen tíos que no son más tíos que los que ya tienen, pero que están dispuestos a saltar en el momento necesario para hacer lo que se tiene que hacer por ellos. Tal vez, con el tiempo, la relación existente entre los sobrinos y nosotros se rompa, pero puedo afirmar que tal cosa no podría suceder entre los tres.

Tenemos mucho en común: la bohemia, plática rica, revistas, juegos, películas y aventuras que nos mantienen ocupados las más de las veces que logramos reunirnos, porque pocos pueden creer lo que hemos pasado juntos, desde pasar horas enteras leyendo, hasta compartir novias; desde una simple tarde de cocina, hasta un maratón de tres a siete días tirados a la perdición y el vicio; de una tarde creativa escribiendo, cantando o dibujando, hasta una de aquellas en las que lo más importante era adivinar el final de alguna serie de televisión o película que hemos visto una y otra vez, como si pudiera cambiar algo de ésta.

Pocas cosas disfruto tanto como ver la cara de mi esposa o de mis hijas cuando escuchan las historias que cuento de mis hermanos, en boca de ellos mismos, protagonistas incansables de mis aventuras juveniles, porque los relatos son los mismos, porque todos somos héroes en esos cuentos, porque muchas veces suenan a invenciones exageradas (muchas sí lo son, pero así suenan más divertidas) de mentes alcoholizadas o febriles que buscan atención para convertirse en el centro de la noche.

De lo anterior, ya lo dije en otro espacio, mi esposa y ahora mi hija mayor, aseguran que muchas de nuestras historias son cosas que hace años acordamos contar, cuando se dieran esos momentos para los relatos, cuando la ocasión permitiera intercambiar narraciones, pero ¿cómo hacer tal cosa? No hay manera, al menos no alguna que pueda revelar aquí.
Hasta luego