miércoles, 19 de noviembre de 2008

Ser libre. II

Nadie sabía su nombre. Ella misma lo había olvidado, eso le gustaba pues de ese modo podía ser quien quisiera: unos día era Camila, la reina del barrio; otras prefería ser Renata, la loca, para no atender a nada, para aislarse por completo de lo que sucedía en su entorno; pero su favorita era la personalidad de Luna, la dueña del mundo. Le agradaba saber que todo era suyo, aunque tenía que compartir mucho con los demás, eso la hacía sentirse buena. Algunas veces recibía dinero de la gente como recompensa por permitir que usaran sus caminos, días soleados y noches frescas.

Cuando sentía necesidad de ser reconocida lavaba su cara y sus manos hasta eliminar la costra que las cubría y peinaba sus cabellos que siempre permanecían tiesos; sin embargo, cuando esto sucedía, la gente volteaba a verla con curiosidad pues su cara no era fea, aunque su mirada siempre estaba de viaje buscando lugares donde nadie ha llegado ni puede llegar.

Casi no hablaba y cuando pensaba en voz alta usaba cancioncillas que ella misma iba inventando; en ellas decía lo que veía, sentía, quería... No cantaba mal, pero cuando su felicidad era desbordante lo hacía a todo pulmón y entonces poco le importaba afinar; claro que nunca esperó ni recibió aplausos, en cambio las más de la veces, le gritaban o lanzaban cosas exasperados por lograr su silencio. No le importaba.

No entendía que alguien no sonriera, no entendía que para los demás no todo era felicidad, no entendía que esa felicidad de unos cuantos fuera cobrada a otros muchos. Un día que canturreaba a las ratas que la acompañaban mientras comía, recibió la visita de varios hombres; después supo, por primera vez, lo que era llorar. Ese día dejo de cantar para siempre y cada vez que llovía recordaba su propia lluvia.

Camila murió ese día; Luna se esfumó, sólo quedó Renata, la loca. Nada le devolvía la sonrisa; una vez más nadie la veía, se volvió invisible, más de lo que ya era. Su gesto tranquilo se llenó de ansiedad y desconfianza, sus labios se endurecieron, sus ojos se perdieron en el vacío permanente. Su voz se convirtió en un lamento sordo, perdió el cabello que ella misma arrancaba a tirones. Sus manos perdieron firmeza y poco a poco sus piernas se negaron a andar los caminos... Sus caminos.

Perdió el sueño de libertad, la soledad la invadió; llenaba su tiempo recreando su infancia, la cara de su madre, el sentimiento de ser acompañada por aquel animal que la siguió un tiempo... y volvía la lluvia interminable, irremediable, fría...

Las noches le fueron eternas y los días molestos, los colores se perdieron entre tonos grises y jamás volvió a lavar su cara. La costra se aferró a ella como las malas ideas y esas ideas se reunieron en su límite. Dejó de comer lo que encontraba y buscó respuestas a sus porqués, a sus cómos, a sus cuándos, hasta que llegó el momento de decidir y decidió por fin ser libre.

Ser libre

Cuando nació tuvo su primer sentimiento de libertad, aún no sabía qué era esa sensación pero la disfrutó en su primer bocanada de aire; al verla, su madre supo que sería diferente a los demás niños. Un año después, su abuela adivinó su vocación cuando la vio caminar por primera vez en una calle cualquiera como si fuera dueña de todo, sin nada que la sorprendiera.

El mundo sería su destino y la vida el límite para conocerlo; nada la detendría a partir de entonces. En cuanto pudo escapó con la vagancia como única compañera y con la sonrisa en su cara como equipaje.

No hubo una tragedia que marcara su destino; nadie nunca la agredió y jamás fue privada del amor familiar. Lo que le pasó es que siempre tuvo necesidad de espacios abiertos y largos caminos, siempre gustó de sentir el aire contra su cara y la lluvia corriendo por su cuerpo; disfrutaba los rayos del sol tanto como el rocío de la madrugada entre sus dedos; le agradaba dejar sus huellas sin rumbo dibujadas en la arena y el sabor a campo, ese que se mastica en las brechas polvorientas.

La seducían los paisajes de los pueblos, pero el hedor de la ciudad le llenaba los sentidos. Le gustaba ver las chimeneas de las fábricas y sabía que el traqueteo interminable le aliviaba la ansiedad que permanentemente la aprisionaba. El ruido de las calles ocupaba sus horas, y por éste se enteraba si tenía que dormir, comer o despertarse.

Las noches le quitaban el sueño; prefería pasar el tiempo descifrando los misterios que la luna le ofrecía... ¡eran tantos! En ocasiones la mañana la sorprendía inventando historias, y cuando eso pasaba, creía presentir la coquetería de la luna hacia el sol.

Soñaba con frecuencia con lugares que seguramente no existían más que en su imaginación; solía jugar a ponerle nombre a cada una de las caras que reconocía (o creía reconocer) de sus sueños. Las cosas no necesitaban nombre, porque sólo tenía que separarlas en útiles, inútiles, para disfrutar o para cargar...

Los colores le intrigaban pero nunca intentó explicarse de dónde venían, tenía la idea de que al hacerlo éstos desaparecerían para siempre igual que ese animal que la siguió durante tanto tiempo; desde ese día no quiso ser responsable de conservar consigo más de lo que traía puesto.

Quería sentirse libre cada mañana, sin tener que decidir grandes cosas; la comida la encontraba a su paso por cualquier callejón o mercado; la ropa que usaba era regalo de la gente que en ocasiones la llevaba a algún albergue; su camino siempre estaba allí tomara la dirección que fuera y el cielo siempre estaba en su lugar todo el tiempo con sus nubes, estrellas, luna y sol.