miércoles, 19 de noviembre de 2008

Ser libre

Cuando nació tuvo su primer sentimiento de libertad, aún no sabía qué era esa sensación pero la disfrutó en su primer bocanada de aire; al verla, su madre supo que sería diferente a los demás niños. Un año después, su abuela adivinó su vocación cuando la vio caminar por primera vez en una calle cualquiera como si fuera dueña de todo, sin nada que la sorprendiera.

El mundo sería su destino y la vida el límite para conocerlo; nada la detendría a partir de entonces. En cuanto pudo escapó con la vagancia como única compañera y con la sonrisa en su cara como equipaje.

No hubo una tragedia que marcara su destino; nadie nunca la agredió y jamás fue privada del amor familiar. Lo que le pasó es que siempre tuvo necesidad de espacios abiertos y largos caminos, siempre gustó de sentir el aire contra su cara y la lluvia corriendo por su cuerpo; disfrutaba los rayos del sol tanto como el rocío de la madrugada entre sus dedos; le agradaba dejar sus huellas sin rumbo dibujadas en la arena y el sabor a campo, ese que se mastica en las brechas polvorientas.

La seducían los paisajes de los pueblos, pero el hedor de la ciudad le llenaba los sentidos. Le gustaba ver las chimeneas de las fábricas y sabía que el traqueteo interminable le aliviaba la ansiedad que permanentemente la aprisionaba. El ruido de las calles ocupaba sus horas, y por éste se enteraba si tenía que dormir, comer o despertarse.

Las noches le quitaban el sueño; prefería pasar el tiempo descifrando los misterios que la luna le ofrecía... ¡eran tantos! En ocasiones la mañana la sorprendía inventando historias, y cuando eso pasaba, creía presentir la coquetería de la luna hacia el sol.

Soñaba con frecuencia con lugares que seguramente no existían más que en su imaginación; solía jugar a ponerle nombre a cada una de las caras que reconocía (o creía reconocer) de sus sueños. Las cosas no necesitaban nombre, porque sólo tenía que separarlas en útiles, inútiles, para disfrutar o para cargar...

Los colores le intrigaban pero nunca intentó explicarse de dónde venían, tenía la idea de que al hacerlo éstos desaparecerían para siempre igual que ese animal que la siguió durante tanto tiempo; desde ese día no quiso ser responsable de conservar consigo más de lo que traía puesto.

Quería sentirse libre cada mañana, sin tener que decidir grandes cosas; la comida la encontraba a su paso por cualquier callejón o mercado; la ropa que usaba era regalo de la gente que en ocasiones la llevaba a algún albergue; su camino siempre estaba allí tomara la dirección que fuera y el cielo siempre estaba en su lugar todo el tiempo con sus nubes, estrellas, luna y sol.

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