viernes, 19 de febrero de 2010

Decisiones

Hay un libro de Beatriz Escalante, Todas mis vidas posibles, que trata de las posibilidades de ser alguien distinto a lo que somos hoy por diferentes motivos que se presentan al decidir tal o cual cosa, algo así como la película de Peter Howitt, Si yo hubiera (Sliding Doors), con Gwyneth Paltrow y John Hannah, la cual recomiendo mucho.

Con esa idea me puse a pensar cómo pudo haber sido mi vida en diferentes circunstancias a las que vivo por cuestiones, simples o complejas, que se cruzaron en mi camino. Me explico. ¿Qué hubiera pasado conmigo de haber seguido la vida religiosa que intenté seguir hace ya muchos años? ¿Qué si hubiera seguido cantando, trabajando de noche bajo el ritmo que llevaba? ¿Qué estaría haciendo hoy si hubiera seguido ejerciendo la carrera de comunicación, o si hubiera seguido en la fotografía? Una pequeña decisión lo cambia todo.

Una noche estaba agarrando la jarra, tranquilito y sin prisas; alguien me comentó que conocía al dueño de un Bar; el siguiente jueves estaba en ese lugar bajo la lupa de quien me contrataría para tocar al siguiente día y los subsecuentes. Otra mañana desperté completamente crudo y, sin tomarlo en serio, busqué un empleo en el periódico. Horas después me estaban entrevistando y al siguiente día ya tenía trabajo. Cuando nació mi hija decidí renunciar a mi muy bien remunerada labor para ponerme a estudiar y a dar clases. Entré a la ENS y decidí que allí trabajaría; afortunadamente las cosas salieron bien y aquí estoy. También decidí darme otra oportunidad de ser feliz y conocí a mi esposa –no sé si ella lo es, pero yo lo disfruto-, y así en cada cosa…

¿Has escuchado de la Ley de Murphy? Ésta dice que si cambias de un carril lento a uno más rápido, seguramente éste último se volverá más lento que aquél del que vienes ¡y esa fue tu decisión! ¡de nadie más! Así es la vida misma: tu llevas un ritmo que te es útil, pero quieres más de lo que ves enseguida; decides cambiar tu propio esquema, hasta que te das cuenta que ahora estás más lejos de lo que querías en un principio y decides -otra vez- regresar a tu compás original, para darte cuenta que ya no es lo mismo que cuando estabas allí.

Una decisión, por pequeña que parezca en el momento en que se toma, puede cambiar la vida de muchos, aunque éstos no lo sepan, pues sin querer, ellos mismos inciden en las decisiones que tomamos; como si se tratara de escenas yuxtapuestas, las vidas se recrean una y otra vez hasta que encuentran la forma de resolverse para bien o para mal de nosotros mismos. Decidir si doy vuelta a la derecha o a la izquierda me llevará a opciones diferentes cada vez.

¿Y por qué tanta verborrea? Pues nada, que hace unos días escuché a un papá de mi escuelita decir a su hija que tenía que aguantarse por lo que le tocó vivir, como él lo hacía; supuse, por supuesto, que intentaba decir que debía aceptar lo que tenía y tratar de hacer su mejor esfuerzo con ello para salir adelante, de modo que intervine para precisar el comentario y me corrigió diciendo que lo que había dicho era justo lo que quiso decir: -“esta vida nos tocó… ni modo, hay que aguantarse”. (Con eso recordé otra máxima de la Ley de Murphy: “Cuando la vida te da la espalda, no te quejes… agárrale las nalgas”).

No estoy de acuerdo con ese papá. Sí, la vida no la escoges en principio; es decir, no escoges en qué cuna nacer, no escoges a tus padres, ni a tus hermanos –aunque en esto último tengo pruebas de que no siempre es así-, no escoges tu signo zodiacal, y tal vez, según la idea de cada quién, ni el momento de tu nacimiento. Lo que sí escoges es qué hacer con todo eso. Puedes escoger tu nacionalidad, una vez cumplida la mayoría de edad; puedes cambiar tu nombre desde los siete años, si buscas la asesoría para hacerlo; tu sexo, cuando puedes pagar la cirugía; puedes escoger a tus amigos y los momentos para estar con ellos; puedes quedarte sentado o de pie en un camión vacío; puedes escoger pasta o carne para cenar.

Lo importante, estoy seguro, es decidir y ser coherente con tus decisiones, no dejarlas a medias, porque a medias es lo mismo que nada. Tienes que elegir entre el blanco y el tinto porque el rosado sabe a caca –a menos que quieras probar caca-; no puedes darte el lujo de esperar a que decidan por ti, pero si puedes decidir cambiar cada día y hacerlo si es lo que quieres hacer. Yo decidí hace mucho adoptar la imagen de un anarcodesconfiadobocasueltamargosomalpensado y no me estorba en lo más mínimo que los demás piensen eso de mi persona; pero también, como ya lo dije, decidí ser feliz, y lo soy.

No hay muchas cosas que me muevan del pragmatismo que pretendo vivir, y aunque tengo serios problemas para tomar decisiones, sé que puedo afectar a la gente que me rodea; por ello intento hacer lo mejor que puedo para que la afectación no sea mucha; es decir, procuro aceptar que cada quien hace su parte y asumo sólo las consecuencias de mis acciones y reacciones, como también lo hago cuando decido no abrir la bocota para no interferir en lo que se tiene que hacer –o dejar de hacer-.

jueves, 11 de febrero de 2010

Amigos...

Platicaba con un compañero de trabajo de cómo a lo largo de la vida las amistades se van filtrando hasta quedar aquellas que realmente valen la pena, tal vez no las que quieres que se queden, pero si las necesarias para hacerte sentir querido y respetado.

En mi vida he tenido buenos amigos y otros mejores. Recuerdo, por ejemplo, a Juan José Carrillo, mi primer amigo en la primaria, que me retiró su amistad después de un accidente desafortunado entre una carabina de postas, su ojo y su mamá. Si, suena drástico lo de sus ojo, pero así fue, un accidente muy, pero muy desafortunado; al menos así lo entendimos los dos que fuimos protagonistas del hecho que después aprovecharía su mamá para extorsionar a mi papá por mucho tiempo.

Después llegaron Samuel Marín, Juan J. Coronado y Azael que escandalizaban a mi papá con el vocablo “bato”, que hoy suena a güey, y que no se quitaban de la boca. Al primero me da la impresión, ahora en la distancia, de que era maltratado en casa; Juan no conoció a su papá y Azael perdió a su mamá muy pequeño. Los tres eran mis amigos y cantábamos todo el tiempo sin importar el lugar o quién nos viera, jugábamos futbol y nos peleábamos o repartíamos las novias que pocas veces sabían nuestras intenciones. A ninguno de los tres frecuento ahora, no sé de ellos desde hace muchos años pero los sigo recordando con mucho cariño.

Laura Robles, Lorenza y Esther fueron mis confidentes y amores casi secretos, digo casi porque Esther, La Güera, fue mi novia muchas tardes por teléfono y también aquellas que iba a visitarla, con permiso de su papá, para leerles los cuentos que escribía entonces, a mis siete u ocho años. De las tres, sólo a Laura he visto, y siempre con un gusto enorme nos saludamos.

En el barrio también tuve amigos, Mario, el tapado, y Juan, el parado; cada uno vivía a un costado de mi casa y ambos eran mayores que yo, así que sus intereses también eran un poco distintos a los míos. Tengo muy presente el día que “encontraron” un mapa de un tesoro escondido en la loma que limitaba a la colonia; dijeron haberlo encontrado dentro de una botella y que querían compartirlo conmigo, así que nos fuimos en busca de las joyas escondidas y encontramos, no muy lejos del lugar donde jugábamos, un montón de piezas doradas y piedras brillantes, imanes, pedazos de vidrio verdes y rojos y un testamento firmado por un tal Filipino y Régulo. Ese día fuimos ricos. Después Juan se metió al pomo y Mario se cambió de casa.

Memelas y Pino, su hermano, ambos excelentes dibujantes; Pinolillo y su hermano Quique que falleció cuando el canal de la colonia lo arrastró; Gil, Armando y Bobol; Luis y Pedro; Tino, Martín y Zurdo; era la raza de la cuadra, con ellos jugaba futbol y veras en el verano, hasta que la mayoría de ellos, los mayores sobre todo, decidieron formar a “La Perrada”, pandilla que en poco tiempo adquirió fama en la zona por sus batallas campales contra los de la Álvaro Obregón y la “Infona”, y que se extinguió cuando una vecina les dio pelea, al grado de medio matar a uno de ellos y cuando empezaron a meterlos presos por distintos motivos.

En la secundaria apareció mi hermano Joaquín, y aunque ya lo frecuentaba, fue en ese tiempo cuando el lazo se fortaleció mucho más, al grado que hoy, aunque poco nos vemos, siempre estamos al pendiente uno del otro; Carlos, Agustín, Eduardo, Fidel, Rosalía, Micaela y Miriam, entraban y salían de mi equipo según se necesitara, pero como amigos siempre estaban allí, es fecha que hoy, al menos a Miriam, si la necesito, siempre está dispuesta a escucharme y a apoyarme como amiga que es.

Por esa misma época apareció Tequila, de quien hace unos años escribí en este mismo espacio y a quien mi esposa –también mi amiga- y yo siempre tenemos presente cuando hacemos alguna remodelación a la casa en que vivimos, pues sospechamos que tarde o temprano nos dará la noticia de que se mudará con nosotros. Beto Colín y el Jimmy eran esos personajes que no pueden faltar en una historia de amigos, el primero por ser hermano de mi entonces novia y el otro por aguantar la carrilla que le dábamos y porque siempre estaba dispuesto con la raza.

Después apareció Ana María Piña, una muchacha que me gustaba, pero que prefería como amiga; Héctor Castellanos, a quien le perdí el rastro poco antes de su boda, y Arturo Flores, que hace poco fue mi compañero de trabajo en la Normal. Luis Aguilar, que publicó un par de libros de poesía, fue amigo en la facultad; también Moisés, Camero y Rocha, esto últimos padrinos perdidos de mis hijas, Javier Maldonado, Pedrito, Miguel Arizpe, que escribió algunos años para El Norte; Silvia y Ana Corona junto a Verónica Guerra, que siempre ponían su casa para las fiestas; el Soda, Jorge “Bortolussi” Díaz, Abel Saldaña, Pini Ramones, Octavio, Julio, Rudy, todos ellos a quienes llamábamos, burlonamente, “Guapos”, y con quienes agarrábamos la jarra allá por la “vereda del saber” de la FCC de la UANL.

Orlando Villarreal y Lorenzo Hernández eran mis amigos mientras trajera cargando la guitarra, pero debo reconocer los tremendos tirones que me dio Lore en momentos de verdad difíciles; Abel Ayala, “el mostro”, siempre entendió que la guitarra era parte de mi trabajo y por eso, creo, seguimos siendo amigos. Siempre que me invitaba a una fiesta, era para reventarnos, no para tocar ni cantar, aunque ya estando bien carburados no faltaban los guitarrazos y las canciones.

Miguel “Paleta” Hernández, también fue gran amigo (seguro que si viviera en Monterrey, lo seguiría siendo) y algunas veces hemos cruzado mensajes porque creo que fuimos importantes uno para el otro; gracias a él conocí a Napo Barrera y sus hermanos, David Guzmán, Ramón Naranjo y a otros muchos con los que compartimos el glorioso y productivo “cuarto azul”, lugar donde se daban buenos proyectos de fotografía, pintura, poesía y música, además de cenas improvisadas de huevo con tomate, acompañadas con cerveza, para diez o más hambrientos que vivíamos la mayor parte de la semana en su casa, aún en contra de la Lupe.

Hoy a mis amigos los encuentro en mi trabajo: Fer “el negro” Arellano, que las más de la veces se comporta como lo que pudo ser mi hermano mayor; Gilberto “el abuelito” Garza, Iram e Ileana, Chiu, Gloria, Jorge Segura, Memo Berrones, que aunque ya no trabaja en la ENS sigue estando presente; Quique y Lucita, la hermanita sordeada del cuadro y a quien quiero mucho; J. Carlos y Julián. Todos ellos, y los muchos que no mencioné, son parte importante de mi historia, de lo que soy y de lo que tengo que ofrecer; cada uno ha aportado a mi carácter algo de lo que se ve y de lo que se intuye; por mis amigos, en los diferentes momentos vividos, sigo en este sitio masticando anécdotas que espero nunca terminar de contar.

Y no, no voy a desear un feliz 14 de febrero, eso me vale madres…

lunes, 8 de febrero de 2010

Se fue

La perdí por idiota, es por eso que no me dio coraje. Siempre la llevaba de mi mano a todas partes: al banco, la revistería, la escuela, mi escuelita, con mi familia, ¡Vaya! todos la conocían y se habían acostumbrado a verla conmigo a cualquier hora…

Como Serrat a su maniquí: de una pedrada se cargó el cristal y corrió, corrió con ella hasta ve tú a saber dónde… sólo espero que le hayan echado también el guante y que nadie lo visite de vez en vez, ni de seis a siete.

La muy maldita. Ni siquiera me despedí de ella, y ese día mi conciencia me gritaba que no la dejara sola; desde temprana hora tuve un mal presentimiento que ignoré: — “No la dejes”, me decía, y no la dejé en casa, la llevé conmigo sin ser necesario. — “No la dejes”, la tomé entre mis manos para ir a cenar. —“No la dejes”, y no la dejé en mi coche, sino en el de Ileana, oculta a la vista de todos… Bueno, de casi todos… Ese cabrón si la vio -¿o la presintió?- y decidió llevársela consigo.