Apenas rebasábamos los doce y nos gustaba divertirnos. Las noches eran días y los días se convertían en la antesala que pacientemente nos guardaba para esa noche. Octubre me parecía divertido por muchas cosas: el clima, la luna, el juego, los estrenos en la televisión o el cierre de temporadas de Mágnum P. I., Remington Steel y Luz de Luna; me gustaba por Felicia Hardy, Punisher, Jackal, el Conde Bartok y el espíritu de aventura que nos cargaba la pilas preparando la noche del último día del mes.
Volvíamos loca a ma’Mary con la factura de capas y camisolas largas; el profe se divertía consiguiendo látex que serviría para hacer cicatrices; mi hermano ideaba mil formas de expulsar sangre por la cara sin que se notaran las mangueritas para el suero que nos robábamos del botiquín de la abuela.
Mezclábamos de todo para fabricar alguna pasta purulenta de color verdeamarella con puntitos de color marrón, pero lo suficientemente ligera para que fluyera lentamente por los tubos que colocábamos debajo de los plásticos de la cara.
El día esperado comenzaba después de la comida. Algunos se juntaban en las ventanas para ser testigos de la transformación que iniciaba con una buena lavada de cara para después comenzar a colocar el colodión, látex y avena que servían para hacer las texturas de la piel que sería expuesta toda la noche. No podían faltar la grenetina, el engrudo y el cleen pack, que por cierto nunca usamos y no recuerdo para qué estaba allí.
Al llegar la noche nos lanzábamos a las calles rodeados de quienes nos veían pasar; no pedíamos dulces ni nada por el estilo, pero nos divertíamos igual o más que muchos que sí lo hacían. No faltaba algún despistado que se asustara o algún otro que, después de burlarse de nosotros por ‘ya estar grandecitos’, se unía al grupo por unas calles para saber qué era realmente lo que pasaba.
Después de las once de la noche la colonia era nuestra, todo estaba solo y apenas comenzábamos la fiesta. Recuerdo haber pasado por cada cuadra atento a lo que sucedía en nuestro camino, esperando que de algún callejón saltara alguien más loco que nosotros para echársenos encima. Retábamos el miedo entrando en las casas solas con apenas una lámpara de mano y gritábamos hasta quedar mudos que en cualquier casa, callejón o calle, andaba el diablo en “pelota” haciendo de las suyas.
Después de eso, la cita era en la esquina. Junto a los amigos platicábamos lo visto y escuchado esa noche. Repartíamos el botín de quienes pidieron dulce a cambio de no hacer travesura, recorríamos de memoria cada escena vivida, cada gesto, cada palabra hasta quedar satisfechos con esa noche.
Al día siguiente llegábamos temprano a la escuela esperando no haber sido reconocidos para escuchar las impresiones de quienes nos vieron o supieron de los monstruos que pasearon hasta la media noche. Los comentarios eran alentadores y nos movían a planear la noche del siguiente año que debía superar la anterior, cosa que siempre sucedió hasta que llegamos a los veinte y comenzamos a cobrar para que otros se divirtieran.
Tú y tus eternas máscaras.
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