martes, 18 de septiembre de 2007

40 años de servicio

De los cuarenta años de servicio de mi padre, he vivido 37; en esos 37 años he visto de todo, desde el amigo que sin dejo de vergüenza se duerme mientras comparte la lectura de algún libro, hasta el trabajo exhaustivo que implica organizar un baile con Ramón Ayala en algún pueblo que ahora se jacta de ciudad.

Sé, por conducto de mamá, de otros tres años que no viví. Ese tortuoso, al menos para ella, camino por Golondrinas, historia que me gusta escuchar pues siempre se acompaña del reclamo de ella por el atrevimiento de papá al llevarla consigo a “ese rancho polvoriento”, como ella misma dice.

También sé, por los recuerdos de mi viejo, de su paso por Lampazos donde tenía mucho que enseñar, pero sobre todo mucho que aprender. Cuenta que el primer día enseñó las vocales, el segundo el abecedario, el tercero los números, pero que al cuarto día no tenía más que enseñar, aunque apenas hace unos años me enteré que enseñaba a montar a una maestra poco diestra con el caballo. Historias viejas de mi padre que suenan a exageraciones... eso nos conviene creer.

Recuerdo poco la Montemayor; es más no sé si la recuerdo de mí mismo o por referencias de papá, pero tengo grabados en la memoria algunos lugares que me parecen estar relacionados con dicha escuela, aunque no descarto que se trate de referencias cruzadas con las visitas al ISSSTE, que fueron muchas y permanentes.

Llevo conmigo su paso por la Normal Superior, lugar donde ahora trabajo, de esos tableros de ajedrez que hacía o aquellos con muchos clavos y ligas para jugar con canicas o una jabalina que envolvía con tiritas de papel para que tuviera mejor amarre y algunos rompecabezas hechos de cartón para mantenerme ocupado mientras él intentaba estudiar, siempre estudiar, siempre leyendo.

Tengo claro que el hábito de leer no llegó solo o por magia, él es culpable de tantos libros y revistas en mi casa; también entiendo que la profesión docente no fue un accidente en la vida de ninguno de sus hijos y que entre él y mamá manipularon nuestros cerebros infantiles para que nos convirtiéramos en profesores. No es fácil aceptarlo, lo lograron.

Las razones que tuvo papá para ser profesor fueron motivadas por la necesidad de servir, de satisfacer las carencias de los niños con los que sentía empatía; su vocación ha sido el motor de muchas familias, siempre en el medio rural o semi-urbano, pocas veces en el marasmo de la ciudad.

A lo largo de su carrera ha tocado muchas vidas que seguramente han olvidado su nombre, su sombra, el tono de su voz llena de cuentos, cantos e historias para repartir y que nadie sabe de dónde han salido, de sus manos limpias y su frente alta, de sus ojos que escudriñan más allá de lo simple y que siempre tratan de leer el alma de la gente. Lo que no olvidarán será esa paz que les ha compartido, esa armonía permanente con la vida que lo ha convertido en maestro más que profesor, de esas palabras de aliento que se pierden en el tiempo pero que se graban en el espíritu para siempre.

Como hijo puedo decirles que sabe enseñar. No olvido una lección de vida que me dio cuando, al no responder a su llamado, salió furioso de su cuarto para llevarme hasta la puerta de la cocina, llamar al perro y mostrarme que ese animalito hacía más caso que yo, su hijo. Desde entonces entiendo el llamado de mi padre y lo atiendo lo más rápido posible aunque me cueste sacrificar mi propio tiempo.

No sé si haya algo que no pueda hacer, a veces me da la impresión de que se hace loco para que hagamos las cosas por él, desde escribir un artículo para su revista o el periódico de la localidad, hasta preparar el carbón o la leña para la comida del domingo. Lo siento por mis cuñados, eso les toca a ellos.

Siempre le escuché decir que la tarea de un hombre es tener un hijo, plantar un árbol y escribir un libro, y que después de eso llega la muerte. Papá, estás equivocado, ya hice las tres cosas y aquí sigo. ¿Será acaso que por eso has decidido escribir tu libro a razón de una página diaria? Porque de ser así, entendido que tu libro lo escribas todos los días en la vida de los demás, de nosotros, en la tuya misma y no en simple papel que es más fácil y privado.

No, tu libro no es privado, es público, es de todos quienes quieren leerte cada día, de quienes quieren compartir contigo un pedazo de esa historia que te has formado, de aquellos que te acompañan a darle vuelta a la página porque es su derecho mientras tu obligación sea seguir escribiendo aquí o en otro lugar.

Oscar Mario Benavides, papá, profesor, amigo, maestro, tenemos mucho en común, no sólo el nombre, y aunque personalmente me falte mucho para alcanzar lo que has logrado, te has encargado de allanar nuestro camino dejando letreros para no perdernos cuando esté oscuro el día.

Maestro, amigo, profesor, papá, Oscar Mario, quienes estamos contigo te queremos y admiramos.