miércoles, 26 de enero de 2011

Lección involuntaria

A lo largo de formación personal he aprendido a aprovechar las oportunidades que me topo para aprender cosas nuevas; entre lo que traigo cargando está la música que me acompaña a diario, el reconocimiento de una buena historia cuando la veo, escucho o vivo, el manejo limitado del juguetito en el que ahora escribo, el camino a casa que disfruto todos los días; pero también un montón de lecciones que me han llegado de golpe en los momentos más oportunos, casi siempre, y de quienes menos espero. Hace unos años, por ejemplo, aprendí que todo tiene su precio y que hay que estar dispuesto a pagarlo si de verdad quieres lo que buscas. Eso quiero compartir ahora.

Mi tío Ricardo, Ricardón le decían en mi casa, siempre fue muy diferente al resto de mis tíos; en sus terrenos solía ser duro, hosco y gruñón, al grado de infundir cierto temor que evitaba que sus sobrinos nos acercáramos; cuando nos visitaba, era tosco, socarrón, pesado en sus bromas, pero juguetón al fin de cuentas. Imponía su voluntad con la sola mirada, su voz retumbaba en las paredes del lugar donde nos ubicáramos y su risa, cuando surgía, era las más de las veces contagiosa para quien no se sentía objeto de ella.

Era un tipo alto y robusto, de cabello ensortijado y bigote recortado; manos grandes y pesadas, de andar firme y buen vestir; con una visión amplia en los negocios y en su administración, y no tengo ninguna duda, un gran corazón puesto en sus más allegados, en sus protegidos, en quienes le confiaban su espalda, y por qué no decirlo, muchas veces sus bolsillos. Siempre trabajando: navidades, año nuevo, cumpleaños, aniversarios, vacaciones, asuetos, todo el día, todos los días de cada mes, de cada año; siempre exigiendo más de mi tía y primos, de la tía, de Tuto y de todos aquellos que trabajaron duro por unos pesos y un poco de atención, de todos lo que buscaron agradarle y ganarse su confianza.

Un día me invitaron a pasar un par de semanas en la playa, y el ofrecimiento incluía hospedaje, pero no transporte ni alimentos. Para no variar, me hacía falta dinero y no quería perderme esas vacaciones que prometían largos días, noches cortas, diversión, desenfreno, y cosas que cualquier febril mente adolescente sueña. Tenía el permiso de papá, pero condicionado a que consiguiera con qué irme, así que se me ocurrió acudir a mi Tío para pedirle me empleara haciendo lo que fuera, el tiempo necesario, que me hiciera ganar lo suficiente para poder irme. Prácticamente estaba vendiendo mi alma al diablo…

Mi tío me escuchó con mucha atención, tomó las llaves de su coche y con una mueca me invitó a seguirlo. Abordamos el carro, lo encendió y me contó, mientras corríamos por la calle, que cuando niño, en Zacatecas, pidió a su mamá que le comprara unos zapatos para ir a la escuela, pero que como eran muchos sus hermanos, y más sus carencias, no podía hacerlo. Él, decidido a hacerse de un buen calzado aunque fuera de segunda mano, buscó un trabajo que le permitiera comprar lo que quería, pero que al cobrar su primer sueldo se dio cuenta que había cosas más importantes que unos zapatos, como ayudar con el gasto de la casa o los zapatos de sus hermanos, por lo cual postergaba siempre su compra.

Cuando me di cuenta estábamos llegando a mi casa y no entendía qué relación tenía su historia con mi solicitud, así que lo interrumpí y le dije: -“Bueno, bueno, ¿me vas a dar el trabajo o no?”. Detuvo el carro, me miró fijo y me contestó: -“¿No has entendido? ¡Bájate!”. Me abrió la puerta, bajé y me quedé viendo cómo se iban mis vacaciones, lo que dejó un gran vacío que hoy me da risa.

No entendí entonces lo que me quiso enseñar… sigo sin entenderlo, pero aprendí que pedir dinero a cambio de trabajo no es buen negocio, que el dinero se paga con dinero y que el trabajo se gana cada día. Gracias Tío por la lección que intentaste darme y la involuntaria.

Hasta luego.

lunes, 17 de enero de 2011

Una sonrisita, por favor...

En mi escuelita hay una compañera que siempre comparte su sonrisa con los demás; pocas veces la he visto seria, aunque debo confesar que muchas veces le vi el gesto del miedo que le provocaba hablar conmigo, gesto que ha desaparecido, seguramente porque se enteró por ahí que no soy tan ogro como pensaba. Honestamente no fui yo quien se percató de su sonrisa franca, aunque soy uno de sus beneficiarios, sino otro compañero que es más atento a los detalles que muchos de los que trabajamos allí.

Hace unas semanas que tuve la oportunidad de dirigir un mensaje a mis colegas, con motivo de la fiesta de invierno (me niego a decirle posada), me propuse no desearles nada para este año que corre; primero porque me asaltó la idea de que cualquier cosa que les deseara no serviría de nada si ellos no deseaban lo mismo para sí mismos: si les deseaba felicidad, tal vez ellos querrían amor, dinero o sexo; si les deseaba éxito, tal vez querrían dinero, reconocimiento o sexo; si les deseaba trabajo, corría el riesgo de que me mentaran la madre o que desearan sexo; y así, por el estilo pensé tantas cosas vanas que se desean cuando lo que en realidad se puede querer son cosas tan distintas, que mejor decidí no desear.

Segundo, porque este año me propuse proponer. Sí, proponer. El motivo es que proponer está más cerca de la acción de lograr algo, más cerca, al menos que un simple y despersonalizado deseo. Propuse a todos lo mismo: trabajo. Trabajo en cualquier sentido que quisieran darle: en el amor, para el dinero, para el éxito, la felicidad, el sexo… al final de cuentas cada quien obtiene lo que merece y eso se le debe al trabajo, empeño, o como quieran llamarle, pero cuesta esfuerzo y algunas veces mucho.
Les propuse una sonrisa por las mañanas, como la que nos comparte cada día Sandra, la compañera de la que antes hablé; les propuse la cordialidad en el saludo, porque aunque seamos educados muchas veces no lo demostramos; les propuse permitirnos ser lo que somos sin juicios descarnados; les propuse compartir, en lo posible, lo que traemos cargando para aligerar el turno que muchas veces aniquila la intención de conocernos, porque no nos importa lo que los demás piensan y dicen de nosotros, aunque esto último no sea del todo cierto.

El efecto duró apenas tres días. Cuando volvimos, hace una semana, la práctica de ignorarse retomó su lugar recrudecido por la facha del sueño post vacacional; los enanos volvieron a la carga y las vedettes a sus plumajes multicolores que no esconden las malas mañas y sí sus malos nombres. Esa noche mientras mis palabras sonaban, algunas caras tomaban color y otras, con menos culpa, dejaban entrever un gesto que cuestionaba si el mensaje era para alguien en particular, al mismo tiempo que buscaban entre los demás la medida del saco. Mis palabras no tenían medida, lo único que buscaban era un eco que resonara por más tiempo para hacer nuestra estancia un poco más placentera.