viernes, 20 de marzo de 2009

¿Amigos?

Veinte años y cuarenta kilos después, me encontré a Ricardo, quien junto a Esaú y Gerardo, en La Trenza, hicieron muchos de mis fines de semana divertidos. En su compañía hice mi primera presentación fuera de Monterrey, en Monclova la bella, y fue estando con ellos que aprendí a tocar el charango, el cuatro y algunos instrumentos de viento que sonaban bien solos o acompañados de guitarra, vino y amigos.

Desde entonces he puesto atención a la gente con la que me rodeo para no sufrir descalabros; me he dado cuenta, por ejemplo, que a la primera oportunidad me hago amigo de los demás aunque no me consideren igual, lo cual no importa en lo inmediato, puesto que eso no nace de la noche a la mañana, sino después de un proceso que exige poner a prueba la confianza y otras cosas que en este momento me parecen mariconerías.

Muchas veces aquellos a quienes considero amigos me han dado con la puerta en la nariz o me han dado una patada en el trasero y confieso que algunas veces he hecho lo mismo, más por idiota que por malo, y eso no me hace sentir mejor. En mi historia con los Trenzos me di contra la pared cuando me enteré que me grillaban porque cobraba lo mismo que ellos, lo cual no era mucho pero yo no lo tenía que dividir, y de algún modo, no lo sé de buena fuente sino por chismes, condicionaban sus tocadas a cambio de que no me contrataran.

Hoy los amigos cobran importancia de nuevo, como siempre, porque se ha hablado de lealtades en mis dos trabajos. En uno, no falta el chiflado que se cree indispensable para que las cosas marchen, el amargado que se siente excluido y burlado, el paranoico que espera el madrazo y el que se deja llevar por las emociones del momento. Eso es normal en cualquier familia que se digne de serlo.

En el otro existen las mismas personalidades con otros actores, escenarios y ambientaciones. La diferencia entre una y otra es el grado de compromiso que existe para sobre llevar la trama de telenovela que vive cada día: El niño bien querido que es maltratado por los malos de la historia mientras las heroínas asumen su rol de malentendidas o divas, dependiendo de su posición.

Con ese guión me preguntaron ayer si estaba enojado, seguro por el gesto que siempre me cargo, pero la pregunta no fue por interés real, sino una manera de provocar, pues algo de culpa debe haber en quien preguntó, pues sin condiciones le ofrecí y demostré confianza y ésta fue vendida sin darle la oportunidad de defenderse. No me molestó tal acto, sólo me decepcionó mucho, pues creo que quien exige respeto, lealtad y compromiso es lo menos que puede ofrecer, sin importar el precio.

Lo malo es que muchas veces el precio rebasa nuestra capacidad de asimilación y no medimos las consecuencias de vender lo que nos ofrecen: algunas veces la gloria y otras la vergüenza. Lo bueno es que en el camino muchas veces tenemos tiempo de buscar lo que necesitamos, lo que queremos, lo que somos y decimos para que nadie nos tome de sorpresa.

Me dio gusto ver a Ricardo, me dio gusto verlo bien y lejos de su pose de vedette, medio gusto contar por un rato con su amistad – o mejor dicho, ser su amigo por un rato-, me da gusto seguir viendo a la gente y equivocarme al hacer amigos pues eso me da la oportunidad de pensar que todo está bien y que el mundo sigue girando.

lunes, 2 de marzo de 2009

Lo propio, lo extraño, lo necesario...

En pasados días se dio el cambio del Comité Ejecutivo Sindical en mi escuelita. Ninguna novedad aparente. Los que una vez estuvimos de francotiradores, ahora nos formamos en la línea para encontrar la fórmula del santo grial. Otros se quedaron en el camino con el pretexto de seguir la misma tradición de ir en contra de lo que en otros tiempos apoyaron.
Uno de estos últimos me felicitó, con sarcasmo, de haber ganado aunque no hubo contrincante. Mi respuesta fue simple: -“Siempre he ganado. La única vez que perdí fue cuando me junté con ustedes”. Con eso se quedó callado, no dijo más. Las vacas sagradas están dolidas por no haber podido jugar en esta ocasión por el motivo que sea (aunque no estuve de acuerdo con ello); otros apasionados gritaron que no se dijera nada si no había formado la planila negra atípica, y la respuesta fue simple: -"No me oigaz, azí zoy y qué, no me oigaz".
Se habló de unidad, que aunque buena, se vio parcelada con caras largas junto a los laboratorios, con conciencias intranquilas de aquellos que no aceptaron la oferta de integrarse para consultarlo con la familia… ¡Ah! ¡Por cierto! No diré nada más, dejaré que quien sabe hable por mí; me permitiré transcribir un fragmento de mi libro favorito y con él diré todo.

Connie se había recuperado de su ataque de histeria. Con infinito rencor en su voz, dijo a Kay:
-¡Por qué piensas que se mostraba tu marido tan frío conmigo? ¡Por qué crees que quiso que Carlo viniera a vivir a la alameda? Hacía mucho tiempo que había decidido matar a mi marido. Pero no se atrevió a hacerlo mientras vivió mi padre. Él no lo hubiera permitido. Y Michael lo sabía. Por ello, decidió esperar. Y luego, para que no sospecháramos, aceptó apadrinar a nuestro hijo. Es un bastardo sin corazón. ¡Piensas que conoces a tu marido? ¡Sabes a cuántos hombres ha matado, además de mi Carlo? Sólo tienes que leer los periódicos. Barzini, Tattaglia y otros varios. Mi hermano los mató.
Otra vez volvía a perder el control de sí misma. Trató de escupir a la cara de Michael, pero no tenía saliva.
-Llevadla a su casa y que la vea un médico –dijo Michael.
Los dos guardaespaldas asieron a Connie por los brazos y la sacaron de la casa.
Kay aún no había salido de su asombro. Estaba horrorizada. Dirigiéndose a su marido, dijo:
-¡Por qué ha dicho estas cosas, Michael? ¡Qué es lo que le hace creer tales barbaridades?
-Está histérica.
Kay le miró a los ojos. -Dime que no es cierto, Michael, te lo ruego.
Michael, con expresión de cansancio, respondió:
-Claro que no es cierto. Créeme, Kay. No es cierto.
Nunca se había mostrado tan convincente. Lo dijo mirando directamente a los ojos de su esposa. Ella no podía dudar de la palabra de Michael, del hombre en quien tenía absoluta confianza. Kay le dirigió una melancólica sonrisa y se echó en sus brazos esperando que él la besara. Luego dijo:
-Ambos necesitamos beber algo.
Fue a la cocina a buscar hielo. Desde allí oyó abrirse la puerta, y al salir vio a Clemenza, Neri y Rocco Lampone, acompañados de los guardaespaldas. Michael estaba casi de espaldas a ella, pero Kay se movió un poco, lo justo para poder ver a su marido de perfil. Entonces, Clemenza se dirigió a su marido llamándole Don Michael.
Kay vio como Michael recibía de pie el homenaje de aquellos hombres. Y se acordó de las estatuas de Roma, de las estatuas de los emperadores romanos, quienes por derecho divino, eran dueños de la vida y de la muerte de sus súbditos. Tenía una mano en la cadera. El perfil de su cara hablaba de un poder frío y orgulloso, y su cuerpo descansaba sobre uno de sus pies, que quedaba un poco más atrás que el otro. Los caporegimes estaban de pie frente a él. En aquel momento, Kay comprendió que todo lo que Connie había dicho era cierto. Regresó nuevamente a la cocina, y una vez allí, se echó a llorar.

Puzo, Mario (1993) El Padrino. Trad. Ángel Arnau. RBA Editores. España pp. 407-408.

Hasta luego.