martes, 15 de noviembre de 2011

Papalotes


Conocí a mi hermano Joaquín en una piñata infantil. Ambos fuimos invitados porque su papá, el mío y el del festejado eran amigos de años atrás. Sí, suena raro eso de su papá y el mío, cuando hablo de mi hermano; pero somos hermanos porque así lo decidimos, y nos ha funcionado más de treinta años. Recuerdo claramente que ese día nos dimos duro con unos carrizos, simulando que eran espadas, hasta que uno de los dos perdió el suyo. Era, por supuesto, una pelea a muerte, pero honorable. 

Siempre ha sido muy hábil para armar y construir cosas: rompecabezas, modelos a escala y juguetes; fabricaba con triplay aquellos esqueletos de dinosaurios que él mismo recortaba. Del mismo modo, se las ingeniaba para replicar las naves de Star Wars con material reciclable y madera. Para trabajar con sus manos no necesitaba pensarlo mucho, ellas lo hacían por él y lo hacían muy bien. En alguna ocasión se le ocurrió que sería buena idea elaborar papalotes y venderlos a los vecinos; así que con plástico, hilo y varitas de algún árbol comenzamos a hacer los cometas que se vendían como pan caliente, hasta que se le ocurrió la mejor de las ideas: elaborar un papalote de gran tamaño.

Con muchas ganas y gran paciencia planificamos las medidas y los materiales que debían usarse, trenzamos los hilos para que resistieran el viento y conseguimos plástico grueso para que no se rompiera con el viento. La cauda era más larga de lo que podíamos cargar solos, así que pedimos ayuda a los vecinos para transportar los materiales que habrían de formar parte de esa gran proyecto, que una vez en el aire, en la parte más alta de la loma, necesitó de la fuerza de ocho voluntarios para que no se volara.

Lo mejor llegó después cuando, ante el éxito obtenido, nos propusimos hacer un papalote tan grande que pudiera soportar el peso de mi hermano. Con mayor cuidado que con el anterior, se dispuso del plano y los materiales; los niños del barrio asomaban sus cabezas por la reja para ver cómo se construía aquella maravilla que levantaría en vuelo a cualquiera de nosotros. Conseguimos los mejores y más resistentes materiales que pudimos, y con el mayor de los sigilos salimos de la casa para armar los últimos detalles en la loma, muy cerca de lo que ahora llaman Paso del Águila.

Atamos lo brazos de mi hermanito al larguero del papalote y sus pies a la parte baja; la cuerda unía la cruceta y daba una vuelta por el pecho del aventurero para asegurarnos que volviera, en caso de que el viento arreciara. La cola del papalote nos anunciaba la intensidad del viento; nos acercamos al vacío a esperar el momento oportuno, y cuando llegó, un pequeño empujón logró lo que nadie había visto antes… Las manos se tensaron en torno al pasamano que habíamos instalado al final de la cuerda, la quijada de más de uno rechinó de la fuerza que se hizo para apretarla, los ojos de todos se centraron en un punto, de modo que nadie perdía de vista a mi hermano que volaba en picada a una altura de más de diez metros con piedras afiladas cortando el plástico, la cuerda, sus ropas, brazos y piernas. El vuelo terminó cuando su cabeza rebotó por última vez contra el suelo. Apenas llegué junto a él y alcancé a escuchar su pregunta: -“¿Volé?”; y mi respuesta –“¡Con madre!”.

Después de eso perdió el sentido; después de eso no lo volvimos a intentar; después de eso nos castigaron, aunque el mayor castigo fue para él; después de eso, por muchos años, quienes volaban papalotes en ese lugar recordaban al viento al chavo que voló desde ese lugar hasta la parte baja de la loma, y cada vez la historia era más fantástica. Hoy, cada vez que los vientos arrecian, se escucha el sonido de los papalotes en la loma y los gritos de aquellos que intentaron desafiar la gravedad; hoy, con las licencias que me otorga el tiempo y el imaginario, cuento esta historia a mis alumnos para ejemplificar cómo nace una leyenda, y ¿qué creen? Funciona.
Hasta luego.

martes, 1 de noviembre de 2011

Hay muertos que no hacen ruido porque andan en alpargatas.

La muerte no pide permiso y me pela los dientes… Andar por allí en estos días suele ser tan peligroso como siempre; la diferencia es que hoy la muerte ronda vestida de Catrina y eso puede ser hasta divertido. Anoche, 31 de octubre, las brujas dominaron el escenario. Las expertas y las novicias reclamaban su lugar en el calendario, como si esto les diera la oportunidad de seguir inmaculadas ante el paso incesante del tiempo. Mañana toca el turno a la muerte, de la que ninguna bruja se salva; aquella que si te descuidas te estira las patas, la que asusta con el petate del muerto, porque pájaro que huye morir de noche cae de mañana, que al fin para morir nacimos.

La muerte en México, más que un pesar, se ha transformado en una tradición… y sí, todos, tradicionalmente morimos, siempre de un jalón hasta el panteón; así, cuando menos se piensa, la muerte llega. Y como dicen que como se vive se muere, debemos estar permanentemente dispuestos a morir en la raya, a cargar con el muerto, o a hacerse el occiso para ver pasar el entierro, o mínimo, para ver el velorio que le hacen. Lo único necesario para recibir la muerte es estar vivo; y cuando llegue todos dirán que el muerto era bueno, aunque haya andado como el diablo en el panteón.

Por eso hay que hacer muchos amigos, porque sin ellos de la muerte no habrá testigos. Se debe tener en cuenta que el tiempo que al vivo le falta, al muerto le sobra, y que a quien Dios quiere para sí, poco tiempo lo tiene aquí; tal vez por eso la muerte nos da risa y se convierte en objeto de burlas contenidas en expresiones con cierta carga de humor negro: está tres metros bajo tierra, fue a ver las flores crecer de abajo, colgó los tenis, se quedó tieso, chupó faros, entregó el equipo, dobló el petate, se lo cargó el payaso, estiró la pata, se petateó, se fue de minero eterno, pasó a mejor vida, se difunteó, que en gloria esté, se fue al viaje sin regreso, caducó.

Y otras: El muerto a la sepultura y el vivo a la travesura; cayendo el muerto y soltando el llanto; el muerto y el arrimado a los tres días apestan; consejos y ejemplos que obligan, los que los muertos nos digan; no le pido pan al hambre, ni chocolate a la muerte; casa hecha sepultura abierta; la viuda entierra al marido y el cura [o el compadre] hace el nido; te asustas de la mortaja y te abrazas al difunto; vale más un cobarde en casa, que un valiente en la cárcel o en el cementerio; y muchas más.

La cercanía de la muerte con el mexicano le otorga un rostro y una personalidad que se presenta, y representa, cada año para convivir con ella, para hablarle de frente, para tutearla, para compartir con ella el pan y el tequila, los dulces y el mole, o aquello con lo que los animados dolientes se caen cadáveres, conscientes de que tarde o temprano habrán de cruzar el umbral que los separa del otro mundo, de que aquí a cien años, todos seremos pelones y tal vez polvo. De allí la importancia de tomar la muerte tan en serio como la vida, de mandarla al diablo mientras la última dure, y tener claro que el asno sólo en la muerte halla descanso para lo cual debemos preguntarnos: si trabajamos para vivir, ¿por qué nos matarnos trabajando?

Si nuestro prójimo comete errores en vida, más vale que apliquemos un poco de filosofía; entender que más vale morirse cagando que pasarse la vida comiendo mierda, y adoptar el viejo adagio que dicta “comer bien, cagar fuerte y no haber miedo a la muerte” porque el estreñido muere de cursos. Las penas no matan, pero ayudan a morir y además morimos de todo y por todo: se muere de risa, de miedo, de calor, de vergüenza, de frío, de hambre, de amor, de coraje, de sueño, de cansancio, de tristeza, de ganas, de dolor, de envidia, por verte, por no verte, por sentir, por insensato, por probar, por ir, por llegar, por callarte, por terminar, por lo que sea o no sea, pero nadie se muere por morirse y quien lo dice sólo es por hablador.

¡En fin! Quien teme la muerte no goza la vida, porque todos nacemos llorando y nadie se muere riendo; así que vámonos muriendo todos que están enterrando de gorra. En nuestra cultura, la muerte, mejor conocida como la Catrina, no tiene edad, ni tiempo, nadie conoce su origen pero sí su destino; en estos días a todos nos da gusto verla, pero en cualquier otra fecha ni nos acordamos de ella. Después de todo, tengo claro que lo último que haré será morirme, porque sólo los guajolotes mueren en la víspera.

Bueno Bai

domingo, 25 de septiembre de 2011

Generación

Cargo la fama del decir impertinente, del decir lo que siento sin importar mucho los efectos que eso pueda provocar. Nada más alejado de la realidad. Sí, acepto que pocas veces me guardo aquello que me incomoda y que otras digo lo que pienso –no lo que siento- con poca discreción. ¿Pero qué le hago? Así soy y me tengo que aguantar, aunque en eso se me vaya la lengua. Aprendí lo anterior en el seno de mi familia; la parte materna solía discutir acaloradamente los domingos en la casa de mi abuela. En mi papá siempre observé que más valía ser gritón que agachón, pero que alzar la voz tiene sus pro y contras, según estés entre los que siempre ganan o entre aquellos que pierden algo más que el rumbo.

Otra fuente de aprendizaje fue la generación con la que me formé. Desde pequeño mis compañeros de juegos eran mayores, y la mayoría tenían hermanos más grandes que les heredaban, además de ropa, el gusto por la música, el vestir, el hablar, leer, que también acogí como propio: Credence, Roling’s, Led Zepelling, Janis, Hendrix, las playeras y camisas largas, el buen uso del lenguaje que me caracteriza (chingadamadresosonóchingónmecaecabrónhijo’eputa), y muchas de lecturas de mi febril adolescencia.

Esa generación fue, en parte, la que participó en los diferentes movimientos generados a partir de los 60’s, la que se prendía cuando tenían que secuestrar camiones para quemarlos en los patios de la escuelas de la Uni; la que creía en el Ché y Castro, en Kenedy, Luther King y Malcom X; la que defendía su ideología en el campo, no en la oficina, mientras su ropa se desgarraba por la friega diaria, no sólo en el discurso; la que tomaba lo suyo aunque supiera que se lo quitarían a golpes, si no es que a muertes.

Hoy veo con desaliento que esas luchas, exageradas tal vez, sirvieron para darnos una cómoda libertad de expresión y de acción. Cómoda porque dejaron todo tan tranquilo, que nos desencancharon en la pelea por lo que consideramos justo, aunque también sea exagerado. Nuestros líderes hoy se rodean de gente buena que no sabe pelear, ni pensar, ni aportar; gente que fue entrenada para seguir instrucciones, pero no para decidir en una situación que exija el compromiso; además, es bien sabido que si alguien se atreve a opinar o actuar por sí mismo, corre el riesgo de ser tachado de represor, transgresor, corrupto, malagradecido, irreverente o mínimo como pendejo impertinente.

Lo malo es que de esos somos muchos; lo bueno, es difícil distinguirnos entre la multitud. Lo peor es que no tenemos esperanza: somos parte del gremio y por él nos distinguimos. Nos identificamos por las leyendas en las camisas y las pancartas en la mano, por el cobro seguro y las prestaciones bien logradas que le dan tranquilidad a mi familia, por los discursos preparados en la acera de la improvisación y por los resultados inesperados, que muchas veces rebasan lo planeado y de chiripa salen bien, aunque eso no es garantía, pues no sabemos bien para quién… Aunque de todas formas aplaudimos y seguimos gritando enardecidos –poco convencidos todavía-, sin conocer bien a bien el origen del conflicto -o festejo, según sea el caso-.

Pero vuelvo al origen de esta verborrea terrible. Esa generación con la que me identifico fumaba mota por rebeldía, tenía sexo por diversión y protestaba por lo que consideraba justo, aún a costa de su confort. Mi generación es tibia, pocas cosas reales le apasionan, fuma mota sin disfrutarla, tiene sexo para que no digan que no lo conoce y protesta cuando le indican, porque le enseñaron que es la manera segura de mantener su trabajo.
Amor y Paz.

jueves, 8 de septiembre de 2011

Mi tía


Mi tía siempre me ha parecido bonita, dulce y de mano dura. He tenido la oportunidad de demostrarle que mi apuesta está en mi casa, aunque pocas veces lo ha notado porque no entro en su círculo de sobrinos consentidos. Pero eso no me ha importado, sigo en lo mío como se lo prometí cuando me acusó, junto a otros primitos, de alterar el escudo de armas de la familia, agregándole unas manitas al rostro del tío Moy. Su acusación no tenía fundamentos, y entendí que eso hace ella con mucha frecuencia: acusar sin fundamentos, sólo porque su hígado así lo decide. De eso hace trece años.

Mi tía lleva mucho tiempo al frente de la casa. Primero, como la segunda al mando… pero siempre al mando. Durante todo ese tiempo se le ha escuchado y aplaudido, también se le han criticado y recriminado los cambios –algunos buenos- que ha sufrido nuestro hogar. Sus decisiones, muchas veces sólo deseos, se han convertido en órdenes irrestrictas para quienes no quieren cuestionar nada, con la intención de comer un poco más con menor esfuerzo, para los simuladores, para quienes han ocupado un lugar a su derecha.
Cuando le llegó el turno de ser quien dirigiera los destinos de la casa, pareció enloquecer. De un día para otro las cosas cambiaron, adoptó a Marzano como única religión; puso, quitó y volvió a poner árboles en el patio, bueno, primero fueron palmas, pero como se estresaron las cambió por árbolitos, muy bonitos todos ellos; los poderes que otorgó a sus colaboradores del orden fueron ilusorios porque ninguno ha sido capaz de resolver cualquier cosa sin anteponer un desvergonzado “Hay que consultarlo con ella”. Tal vez era la forma de tender la trampa: hacerla culpable de todas las inconformidades ante la mala administración.

Mis quejas me las he tragado muchas veces porque en esta casa aprendí a remojarlas en el café del Chamán, de Cheli o del seven; nadie entre estas cuatro paredes se atreve a quejarse de nada porque si lo escuchan lo joden, y si alguien se atreve a corear la queja del prójimo también es ajustado. Basta recordar el caso del primo Berrones, que gritó fuerte algunas fallas y como nadie hizo nada por solucionarlas, mejor se fue, antes de que le pidieran irse.

Fachada de mi casa

El problema de mi tía fue, desde mi torpe punto de vista, aplaudir las gracias de algunos inquilinos que ahora esperan pacientes el llamado al bat. Esos inquilinos no dejaron nada bueno durante su estancia en la casa, salvo desconfianza y temor entre los posesionarios que invaden el patio, porque si se manifiestan en voz alta corren el riesgo de perder su terrenito, al parecer su único patrimonio, dada la actitud dócil para hacer lo que se les ordena con la mirada, aunque no estén de acuerdo con la instrucción.

Al parecer, a mi tía se le ha olvidado que lo que hoy se le exige, no es más que aquello que antes ha permitido. Para algunos, me cuento entre ellos, es muy difícil entender cómo ayer, antier y antes de eso también, nos era permitido jugar en la sala con la pelota, aunque rompiéramos los jarrones y mancháramos las paredes. Sí, sabíamos que no era muy bien visto por los vecinos, que por cierto hacen lo mismo, pero ¿cómo está eso que ahora ni la pelota nos quiere prestar? No se vale ¡caramba! ¡Qué falta de coherencia y de sensibilidad!

La raza quiere que se vaya, o al menos que deje de administrar la cena, siempre limitada, siempre con un sabor que no corresponde a su apariencia, muchas veces servida con recelo, como si nos quisiera enviar a la cama sin siquiera un vaso de leche en la pancita. Creo que debe irse... cuando la mayoría lo pide, bajo cualquier pretexto, uno debe marcharse antes de permitir que las paredes se descarapelen más por las uñas y dientes que se calvan en ellas en señal de protesta. Creo que debe irse porque de otro modo quienes aún la admiramos nos daremos cuenta de su necedad, que adjudicaremos a una poca vocación de servicio que estoy seguro no existe.

Cuando mi tía se vaya, espero que antes de doce días, la casa volverá a estar tranquila, al menos por unas horas, mientras se decide quién llegará a sustituirla y bajo qué condiciones. Será entonces, y sólo entonces, cuando algunas voces musitarán cuánto extrañan a mi tía, otros dejarán las palabras en su garganta y los más sonreirán con cierta complicidad por haber logrado algo, sin saber qué precisamente, pero algo al fin.

Hasta luego.

lunes, 1 de agosto de 2011

Cuentas pendientes

El Meme era un tipo que vivía en el barrio donde crecí. Era mayor que yo, y lo admiraba por su habilidad para dibujar. Siempre he pensado en él como un genio del lápiz y papel que, con un poco de atención y empuje, pudo haber llegado lejísimos en ese arte que muchos envidiamos. En mi caso casi siempre lo buscaba para pedirle que dibujara a algún cartel de Kiss, un superhéroe o la tira que contara la última aventura de alguno de la cuadra.

Los otros de su edad eran muy grandes para juntarse con nosotros, y se notaba que el papá del Meme estaba satisfecho de que su primogénito nos dominara por su edad, estatura y fuerza por lo que, siempre vigilante, se aseguraba de que su vástago fuera quien escogiera equipo o ganara los volados, pues de no ser así lo llamaba a entrar a la casa, hasta que las condiciones cambiaran favorablemente para su heredero.

A mi madre no le gustaba que me juntara con él; no le parecía correcto que un niño se juntara con un muchacho, y menos si este último decía groserías y promovía travesuras sin el menor dejo de sentido común para su edad. La verdad es que no recuerdo las groserías, y las travesuras no pasaban de robarse las frutas de los árboles que tenía papá en el jardín o subirse, cuando no había nadie en casa, a los columpios que nos habían comprado.

Dejé de juntarme con él en mi adolescencia, cuando comencé a salir con muchachas y dejó de caerme bien que siempre quisiera tener la razón -¡um! ¡Hasta parecía profe de español de la Normal!-. Recuerdo que una de las últimas veces que hablamos, me amenazó estrujándome el cuello de la camisa, frente a su orgulloso papá, e intenté darle un cabezazo en su cara con tan mala puntería que fui a dar al suelo. Los que vieron se rieron mucho, hasta que me puse de pie y, también riendo, le solté un golpe en la boca del estómago, a lo que su papá respondió con otra amenaza que contesté con un zapatazo que lo escamó. Fue cuando me di cuenta que yo era más alto que todos los de mi calle.

Años después de ese incidente, el Meme apareció por mi casa con una actitud distinta. Quería hablar conmigo de una cuenta pendiente. Pensé que iba a pelear y le pedí que fuera otro día, que en ese momento estaba ocupado. Me aclaró que no era eso y que podía no haber otro día. Su comentario llamó mi atención y lo escuché. ¾“Fíjate Carín”, así me decían, “que Dios me habló ayer y…”; ¾“¡A la chingada! ¡¿Qué fumas ahora?!”, lo interrumpí, pero mi comentario no tuvo efecto.

Resulta que iba a pagarme unos dólares que me había robado más de diez años atrás. Me dejó sin palabras por un rato y sólo atiné a preguntarle: ¾”¿Te vas a morir, o qué chingados?”, y no se los acepté; en primer lugar porque ni me acordaba; segundo, porque si no me acordaba no me hicieron falta antes; y tercero, si no me hicieron falta de niño, menos entonces que ya ganaba mi lanita, así que le pedí se los entregara a quien le hicieran falta y nos quedamos platicando mucho rato. (Ahora sé que debí pedirle me los guardara pa’ cuando anduviera igual de jodido que hoy).

Cuando no duermo me asaltan los pingos
No sé que hizo con el dinero, pero estaba convencido que había sido Dios el de la idea del rembolso y no él que, según dijo, tampoco recordaba haber tomado mis ahorros. ¿Por qué me acordé de esto? Porque no puedo dormir y tengo muchos pendientes, no sólo de trabajo, sino facturas de vida que no he pagado y que, en noches de insomnio, me asaltan y me estrujan las ideas, como el Meme la camisa. No vaya a ser que sea el Dios del Meme que me quita el sueño para que no me olvide de esas deudas. ¿Cómo vas con las tuyas? ¿Un cigarrito?

¡Bueno bye!

martes, 5 de julio de 2011

El Rata... a muchos kilos de distancia.

Ese año no hizo mucho frío. Seguramente estuvimos encerrados un par de días con lo que se pudiera beber... grabamos el audio unos minutos antes y se suponía que debía hacer play back de mi propia canción. A mi lado está Luis Mario (si mal no recuerdo) mientras Alek's graba el vídeo. Napo ha de estar por algún lado; Victor, que no me ha regresado mi libro de Poniatowska, estaba frente a nosotros en una silla del comedor.

No extraño esos días, pero los recuerdo entrañablemente. Nuestra mayor preocupación entonces se asomaba por las noches cuando no había más que hacer, que cantar, que discutir y que tomar hasta caer a la mañana siguiente. 

Las noches no eran ociosas... se montaban verdaderos talleres improvisados de teleteatros que incluían la actuación de vecinos, transeúntes y lo que se dejara; se montaban radionovelas con guiones, espontáneos en los parlamentos, pero bien planeados. Se narraban partidos de futbol inexistentes, con comentarios de cancha, entrevistas con expertos y jugadores... Bueno, sí eran ociosas, pero nos divertían mucho.

La Real Compañía de Teatro Karagöz, dirigida por Jorge 'Camilo' Enderle y empujada por Napo Barrera tuvo sus buenos ratos en el Teatro Monterrey, la Casa de la Cultura y otros lugares... Siempre había qué hacer... Hoy sé que por allí andan todavía porque hace días Alek's visitó este espacio -eso me recordó el vídeo-, porque hace un par de años me los topé en una sucursal bancaria, porque sé que Napo sigue aferrados su sueño de pintar en grande.

La canción se llama El Rata, por si alguien quiere saber. La escribí por ese tiempo y no pasó nada con ella, pero le gustó a mis amigos de entonces; la pagaban con una palmada en la espalda y su silencio que escuchaba o con sus voces que coreaban... Eso se hacía.

Saludos.

domingo, 15 de mayo de 2011

15 de mayo

El día del maestro es un día de fiesta en mi familia, todos somos profesores: mis padres, mi suegra, mis hermanas, un tío, mi hermano Joaquín, una de mis cuñadas, una prima, la mamá de mis hijas, mi esposa, yo, y así una larga lista de personas relacionadas entre sí, gracias a esta profesión que nos ha mantenido al borde de la butaca por muchos años, disfrutando de la película que se proyecte en la pantalla panorámica de nuestras vidas. Algunas veces el film es de miedo, otras es un drama, pero las más de la veces se trata de una comedia, ligera o de humor negro, que llena cada uno de nuestros días.

No es difícil imaginar un festejo con todos los actores que mencioné en el párrafo anterior, y si a la cuenta incluimos al resto de gremio actoral, nos encontraremos con algo más llamativo que la mismísima entrega de los Oscar, en el teatro Kodak, ahora decorado con mosaicos representativos de La Fe Music Hall, El Regio, Los Generales, El Tío, Las Pampas, cualquier Quinta de primera -o de quinta-, y hasta un modesto patio de escuelita; engalanado por los presentadores que exigen de la concurrencia los aplausos a cada palabra de los invitados de honor, a quienes por cierto nadie puso atención por estar pendiente de que no se lleven las mejores estatuillas; la música corre a cargo de la sinfónica de Los Rejodidos de Nuevo León, o cuando menos del Karaoke.

Los nominados son aquellos que a lo largo de un año desempeñaron su mejor papel: la mejor actuación, la mejor dirección, el mejor asesor, el mejorloquesea… pero todos quieren premio, hasta aquellos que no hicieron nada por ganárselo, salvo estar pensando cómo mejorar la educación del mundo entero o la relación existente entre los procesos cognitivos que ofrece la realidad kafquiana y la validación universal que exigen los órganos de evaluación reconocidos sólo por quienes los han visto. (Hay quienes aseguran que son pocos los elegidos para conocerlos y otros que nunca han existido, que sólo son un instrumento de control institucional; eso se dice).

Los premios de la academia se reparten entre todos, lo que resta es un regalo acorde con la personalidad de quien se lo lleva: un abanico de pedestal para quien necesita ventilarlo; una aspiradora portátil, para tratar de rescatar lo perdido en algún rincón; un par de botellas de vino tinto de la casa Domec, para olvidar que no ganaron nada que les gustara; una cartera, para guardar los comprobantes de compras que hicieron con sus tarjetas; un bolso, para echar lo que quepa en él; un maletín, para ver si al menos guardan los libros que pocas veces ojean; y así, cosas por el estilo.

Los maestros reciben cartas firmadas por sus admiradores cautivos, casi siempre escritas por alguien que espera su reconocimiento en las sombras; pero lo que pocos saben, es que esos maestros homenajeados, buenos o malos, siempre están allí. Ese millón 803 mil 678 maestros registrados, hasta el ciclo escolar pasado, en todos los niveles, sigue siendo poco para combatir la ignorancia que se da más allá de la aulas; todos esos maestros, y no debiera hablar por todos, hacen lo que pueden, y un poco más, por sacar adelante a sus alumnos, sobre todo en educación básica, porque en los otros niveles los alumnos deciden –al menos así debiera ser- qué hacer.

Algunos galardonados suelen ser los que repiten la misma actuación una y otra vez, con los mismos ejemplos y chistes, sin cambiar nada, y que de tanto repetirla se creen que fueron ellos quienes desarrollaron el método científico, los razonamientos matemáticos, la independencia de México, la gramática, la distribución geográfica, la tabla periódica, entre otras cosas, demostrando en cada palabra que son ellos los dueños de la verdad absoluta, hasta que uno de sus admiradores se atreve a preguntar cualquier cosa que está fuera del guión, y se permiten negar el autógrafo indignados por dejar en evidencia su capacidad histriónica.

La tarea docente, decía un mensajito SMS, permite que se comparta el conocimiento mientras el maestro paciente espera su jubilación, como si ésta fuera su mayor premio. No puedo negar que hay maestros que sí ven la jubilación como un logro, sobre todo después de haber pasado cuarenta años frente a grupo, o después de no haber sido descubiertos como aviadores de la educación; pero hay otros que se niegan a ella arguyendo cualquier pretexto: que si carrera, que si el ascenso, que si el aniversario, que si el cheque, que si la otra familia, que si me muero, no importa… no me quiero ir aunque con eso dañe mi imagen, mi escuela, mis alumnos o la relación con mis compañeros y el resto del mundo porque además nunca salgo de mi oficina.

La función llega a su clímax cuando, en el calor del festejo, se disuelve la moral del gremio en los vapores etílicos de la pasión que se desborda al recordar que su trabajo es importante para mantener mareados a los incultos, controladas a las masas y vivos a quienes dirigen la academia con tan atinado pulso y con la herencia a cuestas… ¿Qué pasó con los “Maestros deadeveras” que disfrutaban su trabajo? ¿se acabaron en serio? ¿sobrevivieron al menos sus ideales? Sus vidas deben ser ejemplo para aquellos que sólo ven a esta profesión como un trabajo, para aquellos que buscan el sueldito seguro para poder aventurarse a vender zapatos, ropa usada, chorizos o estudiar otra cosa que les permita mayores ingresos que los que aporta esta tarea que, si no deja nada al final, nos permite siempre estar al borde de la butaca.

domingo, 10 de abril de 2011

El cielo en sus ojos

Ojos de Kary
Las nubes vistas desde arriba son todo un espectáculo. Supongo que debe ser muy parecido a verlas desde abajo pero parado de cabeza, para lograr el mismo efecto, pero como eso no se me había ocurrido cuando podía pararme de cabeza, pues no podría asegurarlo. Lo que sí puedo afirmar es que ver las nubes reflejadas en los ojos de mis hijas es algo que no cambio por nada del mundo, a menos que sea algo más que la casa del Tec o algo por el estilo, y como nadie da eso por una imagen, pues me quedo con el reflejo que ya mencioné.

Estos últimos meses hemos recorrido el cielo en la misma dirección, más veces de las que hubiera imaginado antes de iniciar el sueño que comparto con mi mujer; en esos traslados he tenido tiempo de reflexionar en lo pequeños que somos y en lo poquito que realmente hacemos para intentar realizarnos en sentidos distintos a los que estamos acostumbrados; es decir, siempre buscamos el éxito profesional, académico y personal sin especificar qué significa éste último, pues suponemos que quienes nos escuchan, o leen, saben a lo que nos referimos cuando mencionamos tales palabras tan trilladas.

Mirada de Hannia
El cielo en los ojos de mis hijas ha sido diferente y se percibe de manera diferente. En la primera que me acompañó de ida y vuelta, se dejaba ver el asombro de sentirse tan cercana a mis propios deseos de volar y sentir la brisa en la cara, aunque a esa altura y velocidad seguramente no sería tan reconfortante tal cosa. En esa mirada recordé las ganas de volar por vez primera, de saber qué es subir a un aparatejo de esos y disfrutar cada segundo del panorama, sin despegar los ojos del horizonte inmóvil, del espectáculo ofrecido por el azul frío y el oscuro de la tierra que movía sus mosaicos verdes y sepias.

En la mayor la sorpresa fue diferida y disfrazada de indiferencia; intentó ocultar su asombro bajo la premisa de “como ya soy grande, pocas cosas de este mundo me impresionan”, pero es difícil esconder tus emociones cuando lo que has visto lo has deseado por mucho tiempo, y dejaba escapar de sus labios una sonrisa que conozco desde que nació, esa que indica que le gustó y disfrutó la experiencia de cruzar el cielo de este a oeste, por la franja norte en pleno invierno, cuando las montañas se dibujan blancas y las nubes son más densas allá abajo, o arriba, según desde dónde se vean.

Magia de Susy
La menor de mis hijas hizo su primer viaje de poniente a oriente, apenas hace un día y medio, sus ojos echaban chispas de magia y dejaban asomarse las 2627 noches que soñó con el cielo así de cerca y las casi 800 que soñó con tener papás. Sus ojitos de rendija se abrieron desmesurados al despegue con rumbo a una ciudad de la que sólo había escuchado, sin tener idea de la distancia que separa su tierra de esta que la recibe ahora. Pero si bien no reconoce la distancia entre una y otra ciudad, al menos sí identifica la diferencia entre esta casa y la de hace unos días, el amor tan diferente que recibe de sus papás y de quienes cuidaban de ella mientras llegábamos. Distingue, a unas horas de haber llegado, el clima húmedo del seco en el que vivió; distingue a sus hermanas de quienes fungieron como tales, sin olvidar a aquella que lo sigue siendo en la distancia del recuerdo.

Esos ojos, los de mis tres hijas, no los cambio porque, tarde y temprano, me harán ver lo que quiero ver: a ellas con el reflejo del cielo en sus miradas, y cada una de ellas me permitirá reconocer una parte de mí en ellas, la parte que no siempre comparto, la que busco ocultar a la mirada de los demás, la que me hace vulnerablemente sensible y, para tal efecto, insoportablemente papá.

Hasta luego...

jueves, 24 de marzo de 2011

Para conquistar el mundo (o, Nada es personal)

Desde hace algunos años he intentado guardar sentimientos que me hacen vulnerable ante los demás, eso es parte de mi personalidad, y aunque en ocasiones me ha resultado difícil, al grado de recibir críticas y hasta burlas de mi familia y amigos por mi postura –no pose-, sigo con la idea de mantener la misma imagen ante los ojos que miran en esta dirección: “nada, o muy poco, me afecta”, “nada me quita el sueño”, “puedo soportar mucha presión”, y pendejadas por el estilo.

Puedo entender que los demás no estén acostumbrados a lidiar con tal cosa, y más entiendo que haya quienes no puedan ocultar sus pasiones, aunque éstas se manifiesten en su contra. Sé que no es fácil lidiar con ciertas cosas, pero dejar que los demás dominen lo que sientes… porque al final de cuentas cuando alguien logra sacar tu peor cara significa que algo has perdido en el camino y cuando eso sucede no lo debes decir para que los demás no busquen, con mejor suerte que la tuya, y encuentren antes que tú aquello que te pertenece.

En estos días en mi escuelita se está jugando algo que no es muy cómodo, algunos compañeros se han puesto las máscaras representativas del teatro para seguir cobrando los beneficios del anonimato que ofrece la doble cara; a la mayoría no le interesa saber los qués, sino los motivos que los mueven, muchos de ellos podrían quedarse viendo cómo se desmorona su entorno y esperando que una voz salida del cielo les indique la dirección que deben tomar para subirse a la manota que de seguro los llevará a quién sabe dónde.

Lo anterior me ha puesto en una situación incómoda dado lo que se juega, que si bien no es el destino del universo, al menos sí puede ser trascendental para aquellos que esperan la voz divina que antes mencioné; no entienden que los compromisos mezclados con la conveniencia, va más allá de lo que se podría llamar simpatía por alguien. La lealtad es otra cosa, pero esa palabra tan manoseada en los últimos días, no tiene nada que ver con el significado que le han dado, y sí más bien con la incongruencia y la revancha de algo que ellos mismos crearon y ahora no saben cómo manipular a su favor.

He pensado seriamente renunciar al cargo que represento, precisamente por lo anterior, porque no estoy acostumbrado a ser el blanco de quienes no tienen puntería ni estilo para tirar, porque me es más fácil ser el tirador -y en eso tengo experiencia-, porque no comparto la idea de servir a quienes pretenden joderme y además regresarles una sonrisa, pero sobre todo, porque faltan dos años para concluir este compromiso que hoy me pone a prueba. Tal vez deba recordárselos, aunque suene a amenaza…

No, no es mi estilo. Aunque no es mala idea.

Lo que debo asimilar, en todo caso, es la posibilidad de seguir en mi postura de vale madres y continuar en lo mío, al fin de cuentas soy un convencido de que las cosas caen por su propio peso y no hay nada que no se acomode con el tiempo, paciencia y buena memoria, para refrescar la memoria a quienes reniegan de sus propios actos por las consecuencias de estos. Así que si me preguntan lo que haré, mi expresión será: -“Lo mismo que hacemos todas las noches, Pinky,…”, a lo que responderán con un rotundo “Narf”, al estilo del simpático y descerebrado roedor.

Hasta luego.

sábado, 19 de febrero de 2011

Monterrey

Vivir en Monterrey es parte de una fortuna que no podría describir. Sus calles viejas, muy temprano, son la imagen perfecta de una fotografía antigua donde la gente sale todavía a la tiendita del barrio para comprar pan y leche, mientras los taqueros, que trabajaron toda la noche, recogen sus carretones y lavan las banquetas con jabón y cloro de la grasa salpicada. El tráfico es ligero hasta la media mañana y no en todas las calles del centro, sólo en aquellas conectadas con oficinas, escuelas o vías rápidas que facilitan la salida a los trabajos y quehaceres de quienes trabajamos por esos rumbos.

Yo no vivo en Monterrey, pero crecí en él y caminé por sus calles a muchas diferentes horas: Félix U. Gómez, Madero, Reforma, Pino Suárez, Cuauhtémoc, Padre Mier, Ocampo, Rayón, Hidalgo, Dr. Coss, Allende, Guerrero, Juárez, Carranza, Zaragoza, Zuazua, Ruperto, 5 y 15 de mayo, Washington, Arteaga, Aramberri, B. Reyes, Colón y otras más; a pie, en taxi, corriendo; de día de tarde y de noche… muy noche; a los nueve, doce, trece, quince, diecinueve años de edad; acompañado o solo. Nunca pasó nada.

Tengo presente una ocasión, a principio de los 80’s, en que después de ver Pirañas asesinas, en el cine Cuauhtémoc, una prima de papá a quien llamamos Chacha, y yo caminamos, pasada la media noche, a través de la coyotera y no pasó nada. Cada quién en lo suyo, nosotros en lo nuestro: llegar a casa porque lo del camión nos lo gastamos en palomitas y soda.

Ayer, en la tarde-noche, cuando salía de la escuela en que trabajo, me topé con una gran cantidad de tráfico; por un momento pensé que era un bloqueo de esos que están de moda en la ciudad, pero no. Era un bloqueo, sí, pero de otro tipo, de esos provocados por los traileros desesperados que buscan tomar Venustiano desde Arteaga y tapan el paso por no respetar el semáforo. Aunado a eso están los taxistas que buscan escapar del tráfico dando vuelta donde no hay, o no existe, y que se molestan porque no eres intangible para poder atravesarte y hasta te mientan la madre si no te subes con tu carro al de adelante para que ellos puedan pasar.

Cuando por fin crucé la calle Colón, noté que el tráfico era más ligero, pero sin aviso alguno el coche de adelante dio un giro a la derecha que lo dejó atravesado en la avenida, justo después de la Universidad que allí se encuentra. El conductor salió corriendo con las manos en alto y vi, unos metros más adelante cómo una policía apuntaba en nuestra dirección, donde estaba también un tipo armado que apuntaba al conductor del carrito atravesado, supongo que con la intención de tomar el coche y salir de allí, pero no lo hizo y siguió corriendo al norte de la avenida, hacia los rieles.

Tomada de Milenio.com
Le pedí a mi mujer que se agachara mientras me preparaba a acelerar, meter reversa o detenerme, según se ofreciera, pero no hizo nada, se quedó quieta viendo cómo la oficial disparaba: me orillé a la izquierda sin detenerme y pasé la línea de tiro de ambos armados. En el otro carril, una camioneta negra estrellada contra un taxi y un señor, supongo conductor del carro de alquiler, veía cómo huía aquél que lo había chocado.

Conté cinco patrullas tratando de pasar una fila de traileros que obstruían el tráfico de V. Carranza, en dirección al sur; y observé los rostros asustados de unos trabajadores que viajaban en la caja de una camioneta que veían seguramente los rostros asustados de mi  mujer y mío. Por el retrovisor alcancé a ver que el carro atravesado se movía errático en nuestra dirección con su conductor original.

Cambiamos la plática, llegamos a casa, cené y me dormí. Soñé con mi Monterrey, sus calles, su gente, la de deveras; soñé que caminaba de noche rumbo al cerro de las Mitras, sin prisa, sin miedo y sin sueño.

Hasta luego.

miércoles, 26 de enero de 2011

Lección involuntaria

A lo largo de formación personal he aprendido a aprovechar las oportunidades que me topo para aprender cosas nuevas; entre lo que traigo cargando está la música que me acompaña a diario, el reconocimiento de una buena historia cuando la veo, escucho o vivo, el manejo limitado del juguetito en el que ahora escribo, el camino a casa que disfruto todos los días; pero también un montón de lecciones que me han llegado de golpe en los momentos más oportunos, casi siempre, y de quienes menos espero. Hace unos años, por ejemplo, aprendí que todo tiene su precio y que hay que estar dispuesto a pagarlo si de verdad quieres lo que buscas. Eso quiero compartir ahora.

Mi tío Ricardo, Ricardón le decían en mi casa, siempre fue muy diferente al resto de mis tíos; en sus terrenos solía ser duro, hosco y gruñón, al grado de infundir cierto temor que evitaba que sus sobrinos nos acercáramos; cuando nos visitaba, era tosco, socarrón, pesado en sus bromas, pero juguetón al fin de cuentas. Imponía su voluntad con la sola mirada, su voz retumbaba en las paredes del lugar donde nos ubicáramos y su risa, cuando surgía, era las más de las veces contagiosa para quien no se sentía objeto de ella.

Era un tipo alto y robusto, de cabello ensortijado y bigote recortado; manos grandes y pesadas, de andar firme y buen vestir; con una visión amplia en los negocios y en su administración, y no tengo ninguna duda, un gran corazón puesto en sus más allegados, en sus protegidos, en quienes le confiaban su espalda, y por qué no decirlo, muchas veces sus bolsillos. Siempre trabajando: navidades, año nuevo, cumpleaños, aniversarios, vacaciones, asuetos, todo el día, todos los días de cada mes, de cada año; siempre exigiendo más de mi tía y primos, de la tía, de Tuto y de todos aquellos que trabajaron duro por unos pesos y un poco de atención, de todos lo que buscaron agradarle y ganarse su confianza.

Un día me invitaron a pasar un par de semanas en la playa, y el ofrecimiento incluía hospedaje, pero no transporte ni alimentos. Para no variar, me hacía falta dinero y no quería perderme esas vacaciones que prometían largos días, noches cortas, diversión, desenfreno, y cosas que cualquier febril mente adolescente sueña. Tenía el permiso de papá, pero condicionado a que consiguiera con qué irme, así que se me ocurrió acudir a mi Tío para pedirle me empleara haciendo lo que fuera, el tiempo necesario, que me hiciera ganar lo suficiente para poder irme. Prácticamente estaba vendiendo mi alma al diablo…

Mi tío me escuchó con mucha atención, tomó las llaves de su coche y con una mueca me invitó a seguirlo. Abordamos el carro, lo encendió y me contó, mientras corríamos por la calle, que cuando niño, en Zacatecas, pidió a su mamá que le comprara unos zapatos para ir a la escuela, pero que como eran muchos sus hermanos, y más sus carencias, no podía hacerlo. Él, decidido a hacerse de un buen calzado aunque fuera de segunda mano, buscó un trabajo que le permitiera comprar lo que quería, pero que al cobrar su primer sueldo se dio cuenta que había cosas más importantes que unos zapatos, como ayudar con el gasto de la casa o los zapatos de sus hermanos, por lo cual postergaba siempre su compra.

Cuando me di cuenta estábamos llegando a mi casa y no entendía qué relación tenía su historia con mi solicitud, así que lo interrumpí y le dije: -“Bueno, bueno, ¿me vas a dar el trabajo o no?”. Detuvo el carro, me miró fijo y me contestó: -“¿No has entendido? ¡Bájate!”. Me abrió la puerta, bajé y me quedé viendo cómo se iban mis vacaciones, lo que dejó un gran vacío que hoy me da risa.

No entendí entonces lo que me quiso enseñar… sigo sin entenderlo, pero aprendí que pedir dinero a cambio de trabajo no es buen negocio, que el dinero se paga con dinero y que el trabajo se gana cada día. Gracias Tío por la lección que intentaste darme y la involuntaria.

Hasta luego.

lunes, 17 de enero de 2011

Una sonrisita, por favor...

En mi escuelita hay una compañera que siempre comparte su sonrisa con los demás; pocas veces la he visto seria, aunque debo confesar que muchas veces le vi el gesto del miedo que le provocaba hablar conmigo, gesto que ha desaparecido, seguramente porque se enteró por ahí que no soy tan ogro como pensaba. Honestamente no fui yo quien se percató de su sonrisa franca, aunque soy uno de sus beneficiarios, sino otro compañero que es más atento a los detalles que muchos de los que trabajamos allí.

Hace unas semanas que tuve la oportunidad de dirigir un mensaje a mis colegas, con motivo de la fiesta de invierno (me niego a decirle posada), me propuse no desearles nada para este año que corre; primero porque me asaltó la idea de que cualquier cosa que les deseara no serviría de nada si ellos no deseaban lo mismo para sí mismos: si les deseaba felicidad, tal vez ellos querrían amor, dinero o sexo; si les deseaba éxito, tal vez querrían dinero, reconocimiento o sexo; si les deseaba trabajo, corría el riesgo de que me mentaran la madre o que desearan sexo; y así, por el estilo pensé tantas cosas vanas que se desean cuando lo que en realidad se puede querer son cosas tan distintas, que mejor decidí no desear.

Segundo, porque este año me propuse proponer. Sí, proponer. El motivo es que proponer está más cerca de la acción de lograr algo, más cerca, al menos que un simple y despersonalizado deseo. Propuse a todos lo mismo: trabajo. Trabajo en cualquier sentido que quisieran darle: en el amor, para el dinero, para el éxito, la felicidad, el sexo… al final de cuentas cada quien obtiene lo que merece y eso se le debe al trabajo, empeño, o como quieran llamarle, pero cuesta esfuerzo y algunas veces mucho.
Les propuse una sonrisa por las mañanas, como la que nos comparte cada día Sandra, la compañera de la que antes hablé; les propuse la cordialidad en el saludo, porque aunque seamos educados muchas veces no lo demostramos; les propuse permitirnos ser lo que somos sin juicios descarnados; les propuse compartir, en lo posible, lo que traemos cargando para aligerar el turno que muchas veces aniquila la intención de conocernos, porque no nos importa lo que los demás piensan y dicen de nosotros, aunque esto último no sea del todo cierto.

El efecto duró apenas tres días. Cuando volvimos, hace una semana, la práctica de ignorarse retomó su lugar recrudecido por la facha del sueño post vacacional; los enanos volvieron a la carga y las vedettes a sus plumajes multicolores que no esconden las malas mañas y sí sus malos nombres. Esa noche mientras mis palabras sonaban, algunas caras tomaban color y otras, con menos culpa, dejaban entrever un gesto que cuestionaba si el mensaje era para alguien en particular, al mismo tiempo que buscaban entre los demás la medida del saco. Mis palabras no tenían medida, lo único que buscaban era un eco que resonara por más tiempo para hacer nuestra estancia un poco más placentera.