lunes, 17 de enero de 2011

Una sonrisita, por favor...

En mi escuelita hay una compañera que siempre comparte su sonrisa con los demás; pocas veces la he visto seria, aunque debo confesar que muchas veces le vi el gesto del miedo que le provocaba hablar conmigo, gesto que ha desaparecido, seguramente porque se enteró por ahí que no soy tan ogro como pensaba. Honestamente no fui yo quien se percató de su sonrisa franca, aunque soy uno de sus beneficiarios, sino otro compañero que es más atento a los detalles que muchos de los que trabajamos allí.

Hace unas semanas que tuve la oportunidad de dirigir un mensaje a mis colegas, con motivo de la fiesta de invierno (me niego a decirle posada), me propuse no desearles nada para este año que corre; primero porque me asaltó la idea de que cualquier cosa que les deseara no serviría de nada si ellos no deseaban lo mismo para sí mismos: si les deseaba felicidad, tal vez ellos querrían amor, dinero o sexo; si les deseaba éxito, tal vez querrían dinero, reconocimiento o sexo; si les deseaba trabajo, corría el riesgo de que me mentaran la madre o que desearan sexo; y así, por el estilo pensé tantas cosas vanas que se desean cuando lo que en realidad se puede querer son cosas tan distintas, que mejor decidí no desear.

Segundo, porque este año me propuse proponer. Sí, proponer. El motivo es que proponer está más cerca de la acción de lograr algo, más cerca, al menos que un simple y despersonalizado deseo. Propuse a todos lo mismo: trabajo. Trabajo en cualquier sentido que quisieran darle: en el amor, para el dinero, para el éxito, la felicidad, el sexo… al final de cuentas cada quien obtiene lo que merece y eso se le debe al trabajo, empeño, o como quieran llamarle, pero cuesta esfuerzo y algunas veces mucho.
Les propuse una sonrisa por las mañanas, como la que nos comparte cada día Sandra, la compañera de la que antes hablé; les propuse la cordialidad en el saludo, porque aunque seamos educados muchas veces no lo demostramos; les propuse permitirnos ser lo que somos sin juicios descarnados; les propuse compartir, en lo posible, lo que traemos cargando para aligerar el turno que muchas veces aniquila la intención de conocernos, porque no nos importa lo que los demás piensan y dicen de nosotros, aunque esto último no sea del todo cierto.

El efecto duró apenas tres días. Cuando volvimos, hace una semana, la práctica de ignorarse retomó su lugar recrudecido por la facha del sueño post vacacional; los enanos volvieron a la carga y las vedettes a sus plumajes multicolores que no esconden las malas mañas y sí sus malos nombres. Esa noche mientras mis palabras sonaban, algunas caras tomaban color y otras, con menos culpa, dejaban entrever un gesto que cuestionaba si el mensaje era para alguien en particular, al mismo tiempo que buscaban entre los demás la medida del saco. Mis palabras no tenían medida, lo único que buscaban era un eco que resonara por más tiempo para hacer nuestra estancia un poco más placentera.

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