La perdí por idiota, es por eso que no me dio coraje. Siempre la llevaba de mi mano a todas partes: al banco, la revistería, la escuela, mi escuelita, con mi familia, ¡Vaya! todos la conocían y se habían acostumbrado a verla conmigo a cualquier hora…
Como Serrat a su maniquí: de una pedrada se cargó el cristal y corrió, corrió con ella hasta ve tú a saber dónde… sólo espero que le hayan echado también el guante y que nadie lo visite de vez en vez, ni de seis a siete.
La muy maldita. Ni siquiera me despedí de ella, y ese día mi conciencia me gritaba que no la dejara sola; desde temprana hora tuve un mal presentimiento que ignoré: — “No la dejes”, me decía, y no la dejé en casa, la llevé conmigo sin ser necesario. — “No la dejes”, la tomé entre mis manos para ir a cenar. —“No la dejes”, y no la dejé en mi coche, sino en el de Ileana, oculta a la vista de todos… Bueno, de casi todos… Ese cabrón si la vio -¿o la presintió?- y decidió llevársela consigo.
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