Platicaba con un compañero de trabajo de cómo a lo largo de la vida las amistades se van filtrando hasta quedar aquellas que realmente valen la pena, tal vez no las que quieres que se queden, pero si las necesarias para hacerte sentir querido y respetado.
En mi vida he tenido buenos amigos y otros mejores. Recuerdo, por ejemplo, a Juan José Carrillo, mi primer amigo en la primaria, que me retiró su amistad después de un accidente desafortunado entre una carabina de postas, su ojo y su mamá. Si, suena drástico lo de sus ojo, pero así fue, un accidente muy, pero muy desafortunado; al menos así lo entendimos los dos que fuimos protagonistas del hecho que después aprovecharía su mamá para extorsionar a mi papá por mucho tiempo.
Después llegaron Samuel Marín, Juan J. Coronado y Azael que escandalizaban a mi papá con el vocablo “bato”, que hoy suena a güey, y que no se quitaban de la boca. Al primero me da la impresión, ahora en la distancia, de que era maltratado en casa; Juan no conoció a su papá y Azael perdió a su mamá muy pequeño. Los tres eran mis amigos y cantábamos todo el tiempo sin importar el lugar o quién nos viera, jugábamos futbol y nos peleábamos o repartíamos las novias que pocas veces sabían nuestras intenciones. A ninguno de los tres frecuento ahora, no sé de ellos desde hace muchos años pero los sigo recordando con mucho cariño.
Laura Robles, Lorenza y Esther fueron mis confidentes y amores casi secretos, digo casi porque Esther, La Güera, fue mi novia muchas tardes por teléfono y también aquellas que iba a visitarla, con permiso de su papá, para leerles los cuentos que escribía entonces, a mis siete u ocho años. De las tres, sólo a Laura he visto, y siempre con un gusto enorme nos saludamos.
En el barrio también tuve amigos, Mario, el tapado, y Juan, el parado; cada uno vivía a un costado de mi casa y ambos eran mayores que yo, así que sus intereses también eran un poco distintos a los míos. Tengo muy presente el día que “encontraron” un mapa de un tesoro escondido en la loma que limitaba a la colonia; dijeron haberlo encontrado dentro de una botella y que querían compartirlo conmigo, así que nos fuimos en busca de las joyas escondidas y encontramos, no muy lejos del lugar donde jugábamos, un montón de piezas doradas y piedras brillantes, imanes, pedazos de vidrio verdes y rojos y un testamento firmado por un tal Filipino y Régulo. Ese día fuimos ricos. Después Juan se metió al pomo y Mario se cambió de casa.
Memelas y Pino, su hermano, ambos excelentes dibujantes; Pinolillo y su hermano Quique que falleció cuando el canal de la colonia lo arrastró; Gil, Armando y Bobol; Luis y Pedro; Tino, Martín y Zurdo; era la raza de la cuadra, con ellos jugaba futbol y veras en el verano, hasta que la mayoría de ellos, los mayores sobre todo, decidieron formar a “La Perrada”, pandilla que en poco tiempo adquirió fama en la zona por sus batallas campales contra los de la Álvaro Obregón y la “Infona”, y que se extinguió cuando una vecina les dio pelea, al grado de medio matar a uno de ellos y cuando empezaron a meterlos presos por distintos motivos.
En la secundaria apareció mi hermano Joaquín, y aunque ya lo frecuentaba, fue en ese tiempo cuando el lazo se fortaleció mucho más, al grado que hoy, aunque poco nos vemos, siempre estamos al pendiente uno del otro; Carlos, Agustín, Eduardo, Fidel, Rosalía, Micaela y Miriam, entraban y salían de mi equipo según se necesitara, pero como amigos siempre estaban allí, es fecha que hoy, al menos a Miriam, si la necesito, siempre está dispuesta a escucharme y a apoyarme como amiga que es.
Por esa misma época apareció Tequila, de quien hace unos años escribí en este mismo espacio y a quien mi esposa –también mi amiga- y yo siempre tenemos presente cuando hacemos alguna remodelación a la casa en que vivimos, pues sospechamos que tarde o temprano nos dará la noticia de que se mudará con nosotros. Beto Colín y el Jimmy eran esos personajes que no pueden faltar en una historia de amigos, el primero por ser hermano de mi entonces novia y el otro por aguantar la carrilla que le dábamos y porque siempre estaba dispuesto con la raza.
Después apareció Ana María Piña, una muchacha que me gustaba, pero que prefería como amiga; Héctor Castellanos, a quien le perdí el rastro poco antes de su boda, y Arturo Flores, que hace poco fue mi compañero de trabajo en la Normal. Luis Aguilar, que publicó un par de libros de poesía, fue amigo en la facultad; también Moisés, Camero y Rocha, esto últimos padrinos perdidos de mis hijas, Javier Maldonado, Pedrito, Miguel Arizpe, que escribió algunos años para El Norte; Silvia y Ana Corona junto a Verónica Guerra, que siempre ponían su casa para las fiestas; el Soda, Jorge “Bortolussi” Díaz, Abel Saldaña, Pini Ramones, Octavio, Julio, Rudy, todos ellos a quienes llamábamos, burlonamente, “Guapos”, y con quienes agarrábamos la jarra allá por la “vereda del saber” de la FCC de la UANL.
Orlando Villarreal y Lorenzo Hernández eran mis amigos mientras trajera cargando la guitarra, pero debo reconocer los tremendos tirones que me dio Lore en momentos de verdad difíciles; Abel Ayala, “el mostro”, siempre entendió que la guitarra era parte de mi trabajo y por eso, creo, seguimos siendo amigos. Siempre que me invitaba a una fiesta, era para reventarnos, no para tocar ni cantar, aunque ya estando bien carburados no faltaban los guitarrazos y las canciones.
Miguel “Paleta” Hernández, también fue gran amigo (seguro que si viviera en Monterrey, lo seguiría siendo) y algunas veces hemos cruzado mensajes porque creo que fuimos importantes uno para el otro; gracias a él conocí a Napo Barrera y sus hermanos, David Guzmán, Ramón Naranjo y a otros muchos con los que compartimos el glorioso y productivo “cuarto azul”, lugar donde se daban buenos proyectos de fotografía, pintura, poesía y música, además de cenas improvisadas de huevo con tomate, acompañadas con cerveza, para diez o más hambrientos que vivíamos la mayor parte de la semana en su casa, aún en contra de la Lupe.
Hoy a mis amigos los encuentro en mi trabajo: Fer “el negro” Arellano, que las más de la veces se comporta como lo que pudo ser mi hermano mayor; Gilberto “el abuelito” Garza, Iram e Ileana, Chiu, Gloria, Jorge Segura, Memo Berrones, que aunque ya no trabaja en la ENS sigue estando presente; Quique y Lucita, la hermanita sordeada del cuadro y a quien quiero mucho; J. Carlos y Julián. Todos ellos, y los muchos que no mencioné, son parte importante de mi historia, de lo que soy y de lo que tengo que ofrecer; cada uno ha aportado a mi carácter algo de lo que se ve y de lo que se intuye; por mis amigos, en los diferentes momentos vividos, sigo en este sitio masticando anécdotas que espero nunca terminar de contar.
Y no, no voy a desear un feliz 14 de febrero, eso me vale madres…
que buena memoria tiene Ocarito. Me encantó el texto y yo si te deseo feliz catorce de febrero retrasado jejeje.
ResponderBorrarFelicidades mi amigo esquizoide.