Los fantasmas tienen cara de mujer, aunque es difícil saber si lo son. Se aparecen junto a la carretera, justo en el borde de la línea blanca que indica el límite del acotamiento. Muchas veces pasan inadvertidos porque se esconden en lo más oscuro del camino, donde nadie los sorprenda porque les gusta ser los que sorprenden. Visten de todos colores y se fuman despacio la noche para que les dure más, algunos hasta beben de pequeñas botellas que guardan en sus bolsos roñosos donde seguro también guardan sus propios fantasmas, esos que los persiguen con hambre y miedo, con frío y sueño, esos que no los dejan dormir en el día y que en la noche les obligan a salir a buscar el día siguiente.
Los he visto en la madrugada camino a casa y en las mañanas rumbo al trabajo. En la madrugada me han asustado, pálidos, secos, cenizos, marchitos, como borrones que pasan por la ventanilla a más de 140 Km/hr., siempre alzando la mano, mostrando lo que tienen, invitando, sin importar que vaya acompañado; por las mañanas dan tristeza, cansados, ebrios, apoyados en cualquier caja de tráiler con los zapatos en la mano mientras vomitan el asco de la noche sin suerte, salvo la misma de siempre. Los fantasmas a los que me refiero tuvieron sed algún día, ganas de huir de su miseria y, seguramente, gusto por la vida; hoy tienen poco tiempo para morir en su marasmo y apenas lo suficiente para seguir rondando los caminos, toman lo que la vida les dejó y se conforman con ello, no tienen más opción, al menos no a la vista.
Hay otros fantasmas que se cargan a diario e impiden ser lo que se es; fantasmas que incomodan, que cobran caro el pasado en el presente, que aniquilan los sueños, que golpean el suelo a cada paso haciendo eco en el alma, fantasmas que gritan y gimen y lloran y se burlan, que nublan la mirada, que cubren los ojos, que lastiman, que arañan, que sangran; fantasmas que quitan el habla, las ideas y los sentimientos que también duelen porque hacen recordar de dónde viene uno y que distraen buscando que uno se olvide hacia dónde va.
Otros deambulan sin rumbo, sin hacer, sin ser; siempre callados, protegidos en lo etéreo, en la bruma, en la confusión que se aglutina formando una razón incomprensible en el colectivo insomne, perdidos en su propia consciencia inexistente, imaginaria, rústica; temen a lo mismo que los impulsa y se esconden de todo lo que los roce: viento, voces, palabras, frases, ideas completas que los puedan comprometer a existir en un mundo ajeno al suyo, sin sospechar que ese tampoco les pertenece.
Hay fantasmas que traicionan su naturaleza y se incluyen en el día queriendo ser más. Esos son más peligrosos porque desgarran desde adentro cuando son descubiertos, son parásitos que se significan en los aparadores, que se lucen, que creen brillar con luz propia pues consideran que la vida se los debe, aunque siempre han sido oscuros o grises o nada. Otros fantasmas no tienen cara, pero siguen siendo lo mismo: fantasmas. Y sin importar que sean nocturnos pasajeros o lastre que se arrastra, siempre da miedo enfrentarlos para que se vayan a donde pertenecen: al camino, la noche, la mañana, el sueño, el desvelo, el recuerdo o el fin.
¿Cuántos fantasmas has visto hoy?
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