De niño me asustaba lo que veía en aquella vecindad en la que vivía, pero pronto me acostumbré a ello. Después, al nacer mis hijas, las visitas desaparecieron y por un buen rato todo volvió a la normalidad que no conocía hasta entonces. Tenía rato de no hablar de ello porque muchos se reían o lo tomaban a broma, así que me era preferible no contar lo que veía.
Cuando tuve que
salir de casa para vivir solo, las visitas se volvieron constantes, como si
supieran que ahora tenía tiempo para ellas; yo cometí el error de atender el
primer llamado cuando, al volver del trabajo, por la noche, descendí del camión
y respondí el saludo al primero, sin percatarme de su transparencia, sin darme
cuenta de podía ver a través de él. Estaba de pie junto a las vías del
ferrocarril, de la ruta Monterrey-Torreón, en los linderos de la colonia Don
Lalo, en Escobedo, N. L.; de allí y caminaba una cuadra hasta llegar al
departamento que entonces rentaba y me siguió hasta la puerta sin hablar, sin
decir nada.
A los pocos días
ya eran varios los que me esperaban y en el mismo sitio, a la misma hora, con
sus mejores galas, siempre bien peinados todos y atentos a lo que tenía que
hacer para evadirlos. No perdían detalle. Algunos atrevidos se acercaban y me
saludaban; otros, callados, levantaban la mano para alcanzarme. Yo me distraía
con el encendedor, o el cigarrillo recién encendido, sin perder de vista la
escalera y la puerta del departamento que estaba en un segundo piso, a escasos
30 metros de la vía férrea.
Un fin de semana
me visitaron mis hijas y les pedí que no molestaran esa noche porque ellas
estarían conmigo el fin de semana. Ese fue el principio de nuestras charlas,
charlas que se interrumpían los sábados y domingos, hasta que mis hijas volvían
con su mamá. Algunos sólo querían platicar, otros pedían cosas, ya fuera buscar
a su familia o amigos, encontrar algún objeto, agua, cerveza o tequila, tacos o
sopa caliente que no podían ingerir, pero que querían servida “para verla, cuando menos”; unos pocos
eran groseros y demandaban mayor atención, hasta que los más frecuentes les
decían que no debían exigir, sino pedir.
Con ella en casa
se volvió travieso. Además de las luces, prendía la tele a todo volumen, el
estéreo y hasta la licuadora; no le importaba la hora, cualquiera era buena
para hacerla rabiar. Un día, dejó sus pies marcados en el piso recién trapeado
por toda la sala hasta la puerta de la cocina. Ella creyó que había sido yo,
pero los pies eran pequeños, menos que los suyos, pero sí mucho más que los
míos.
Una amiga, que
sabe del tema, habló con él. No quería nada, sólo compañía. No sabía su
situación y le divertía lo que hacía desde que mi esposa llegó a vivir con
nosotros. Nos preguntó si queríamos guiarlo o dejarlo en esa casa que pronto
dejaríamos. La decisión era fácil, era necesario que se fuera, así que hicimos
lo que nuestra amiga nos sugirió y funcionó, nunca más volvió, ni nadie más…
todavía.
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