sábado, 11 de octubre de 2014

Después de todo, nada.

Ahora los reclamos son diarios. Los hace frente al espejo que no perdona, ni ha perdonado nunca. La mirada se retuerce de tan solo recordar que, aunque tiene de todo, no es feliz en esa vida que fluye entre simulaciones vagas, entre los pasillos que limitan sus recuerdo de lo que no fue y, por supuesto, no podrá ser. Nadie le dijo nunca que la seguridad de las palabras borra cualquier inquietud de la adolescencia.

El reloj no se detiene, se dice mientras observa lo que sus recuerdos le permiten. La sonrisa se borra poco a poco y le regresa a su gesto adusto con una mueca apenas perceptible, que se dibuja en la comisura de sus labios, de sorpresa mezclada con desconcierto por aquello que su alma le echa en cara, al reprobar sus actos lascivos contra quienes fueron sus víctimas en sueños, a través del teléfono, o en sus andares y estancamientos, con botas nuevas o descalzo, por esos caminos que aún lo recuerdan.

Nadie sabe de su maldad oculta tras los buenos modos; nadie sabe que no se arrepiente de lo vivido; ̶ Es más-, se dice cada día al despertar y antes de conciliar el sueño, ̶ si volviera a nacer haría lo mismo cada vez; y si por designo del creador renaciera con lo que ahora sé, lo haría con mayor alevosía, con el cinismo en la cara, en las manos y entre las piernas.

Su conciencia le pide que calle a gritos, pero no quiere escuchar; al contrario, pretende descubrir todos los juegos sucios que la memoria le arrancó en un momento de descuido; tiene la intención de llegar hasta el final, aunque tal vez sea el principio, de sus perversiones: recuerda la música a todo volumen y una mano en la espalda cuando frente a él tenía otro cuerpo y otro sueño trunco; no olvida que la carne sabe mejor cuando es fresca y para uno solo, cuando se le caza con las propias manos, y entonces entiende la seriedad de sus palabras esa noche, aquellas que dejaron de lado sus mejores intenciones, las que provocaron sus encuentros y sus promesas incumplidas.

No soy feliz, se dijo. Y realmente no lo era desde que unas manos ajenas le mostraron para qué servía su cuerpo, para qué servían sus labios y las palabras que brotaban de ellos. Si hubiera sabido eso treinta años atrás, ahora mismo sería otro distinto al que se muestra cada día, cada hora, cada segundo de su vida rota desde los cimientos; nadie lo sabe todavía, ni el espejo que lo mira fijamente.

Llega la mañana a su reflejo y es hora de salir a buscar lo que necesita para sobrevivir. Finalmente se dice que, después de todo lo vivido, no ha logrado nada, que ya es tiempo de iniciar ese nuevo día.

Hasta luego...

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