Hace
poco era mi bebé y, aunque sigue siendo mi niña, ya no la mareo tan fácil en
los traslados como cuando la recogía de la guardería cantando para que no
llorara en el camino. Hace unas horas, 18 años atrás, nació la que
verdaderamente me quita el sueño con los suyos; la cosa no estaba fácil
entonces, menos que ahora, pero su madre me dio ese obsequio que hoy atesoro
junto a mis otros dos regalos que me cuestan, muchas veces, más que el solo acto
de dormir.
Esa
noche, del seis al siete, no dormí. Hacía un calor de los mil diablos y me
quedé afuera de la clínica hasta que me dijeron que todo estaba bien y que la
vería hasta unas horas antes de recogerla. Llegada la hora, me escurrí entre
los pasillos atiborrados de gente, entre olores mezclados de formol y enfermo,
entre montones de sábanas sucias olvidadas por alguien en los corredores
también llenos de camillas y ruidos que se confundían con gritos y quejumbres.
La
mamá brillaba y el bulto, más parecido a un tamal que a una niña, me llegó a
los brazos con la misma intensidad del juego eterno del “piensa rápido”; la desaté para verle las manos y los pies, para
asegurarme que era niña y para aprender a anudarla de nuevo como minutos antes
lo hiciera la enfermera. Desde entonces, 18 años han pasado y en el camino
hemos compartido casi de todo. Debo decir que, en buena medida, ella influyó
para que hoy me dedique a lo que me dedico, para desgracia de muchos, en
ocasiones de ella misma.
Me
acompañaba a la Normal y atendía la oficina del Consejo Estudiantil mientras
estaba en clase, con apenas dos años de edad; se presentó sola a mi entonces
directora y demostraba la confianza de quien tiene su futuro en las manos,
parecía que nada la detendría, y ha demostrado, hasta ahora, que así será. Siempre
abierta al diálogo cuando tiene algo que decir, busca la forma más diplomática
de convencer, y tal vez debido a que conmigo no siempre le funciona busca entre
sus recursos la mejor manera de llevarme a donde quiere bajo sus condiciones, a
lo que yo me desentiendo como si realmente no supiera lo que pasa.
Los
rasgos físicos son de su mamá, pero los gestos y gran parte de su carácter son
míos, aunque no le guste aceptarlo, sobre todo aquello que ella misma llama “estreñimiento emocional”, que finalmente
no deja de ser en ambos una máscara para proteger lo más íntimo que traemos
cargando, pero que a la primera de cambio se oculta para dejar salir a flote,
entre dientes y a ojos cerrados para no ver que nos ven, una palabreja
acompañada de un golpecito; un abrazo, de una palmada o el asentimiento, de una
sonrisa cómplice que muchas veces dice más que cualquier conjunto de letras
articuladas.
No
lo digo, ni lo diré, con frecuencia, pero quienes me conocen saben que la idea
me acompaña siempre: día y noche, tarde y temprano, horas y minutos, dormido y
despierto, con amigos y sin ellos… Es más, no lo diré ahora tampoco porque ¿qué
les importa? Eso es algo entre mi hija y yo; además, ¿qué puedo decir de manera
objetiva sobre la mayor de mis chaparritas?
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