Juan Garza Garza fue un maestro de esos que ya hay pocos. Fue mi director en la secundaria donde estudié hace más de 25 años. Recuerdo que todas las mañanas debíamos formarnos para entrar a la escuela mientras él, uno a uno, revisaba que el uniforme estuviera completo, el cabello cortado, los zapatos limpios; pero lo que me sorprendía realmente era que a cada uno nos llamaba por nuestro nombre: “Buen día Carlos; cómo sigue tu papá Carolina; qué pasó con tus zapatos, límpialos Eduardo; ándale Teresita, qué esperas;…”
La secundaria donde estudié no era pequeña, ni tenía pocos alumnos. En cada grupo éramos alrededor de 50, y había seis grupos de cada grado por la mañana, y otro tanto por la tarde. Como se pueden dar cuenta la tarea de aprenderse los nombres de todos no era algo sencillo. Y aquí hago un paréntesis para confesar que con mucho trabajo me aprendo los nombres de mis alumnos en la Normal que son pocos, mucho menos me aprendo los de la secundaria…
Recuerdo que el día de la inscripción me acompañó papá, no para inscribirme, sino para ver a quién conocía, lo cualresultó contraproducente: Juan Garza había sido su compañero de trabajo en otra escuela y otro tiempo, por lo tanto, después de identificarme, me aplicó marcación personal y subieron sus expectativas sobre mí, cosa que debo agradecer por ponerme en la jugada de lo realmente importante en la escuela, no sólo en las clases, ni en el patio, sino en los concursos de oratoria, poesía, redacción, en la banda de guerra, la estudiantina, el coro, las competencias de atletismo, basket o volei y cualquier cosa que pudiera sacarme del salón para aprender cosas de verdad.
Todos los días, antes de terminar la primera clase, los prefectos le hacían llegar un reporte de asistencia; armado con éste, y juntocon el trabajador social, recorría las casas de aquellos que se habían atrevido a faltar para verificar si realmente la inasistencia valía la pena: si tenían temperatura de pollo –así le llamaba él- los subía a la camioneta para llevarlos a clases; si iban a consultar con el médico, era capaz de cambiar la cita para otro turno, y si andaban de pinta, los encontraba y los obligaba a regresar a la escuela. Nadie se escapaba, ni los padres de familia, de una buena regañada si era necesario; lo curioso es que nadie se enojaba con el Direy la mayor parte de la comunidad lo quería por francote, derecho y dedicado a su trabajo.
Durante mi estancia en esa escuela pasé muchas mañanas en la dirección por distintos motivos, casi siempre por contestarle a los profesores o por organizar revueltas en contra de lo que consideraba injusto en el plantel, o simplemente porque me sacaban del salón por expresar que la clase me aburría; siempre me gritaba cuando entraba a su oficina: “¡’Ora qué hicistesmuchacho del demonio!”, y bajaba la voz apenas a un susurro, “te voy a gritar un poquito pa’ que no crean que no te digo nada. Acomódate; ‘orita termino. ¡¿Cuántas veces tienes que venir con alguna queja?! ¡¿Por qué no vienes nomás a saludar?! ¡¿qué te crees que nomás estoy pa’ tus fregaderas?!... ¡Lupita! ¡Vengapa’cá!” y mandaba a la secretaria a comprar tacos, pan, galletas, leche o soda para desayunar o almorzar, según la hora del castigo.
Nunca supe si la deferencia era sólo conmigo por conocer a mi papá, pero sé que a mis compañeros, y algunos profes, lestemblaban las piernas cuando el Dire les llamaba, seguramente por lo gritón y lo golpeado en su tono al hablar, para mí era un viejo bonachón que no tenía miedo de llorar con su único ojo cuando algo le conmovía. Una vez me enteré que iban a correr al maestro Aurelio, de electrónica, mi taller; a este profe le apodábamos “El indio” por los rasgos tan marcados que tenía y el color cobrizo de su cara, así que incité a mis compañeros y los de otros grupos a salir a protestar en la plaza cívica para que se quedara en la escuela. Desconozco los motivos para correrlo en el supuesto que haya sido cierto, pues a esta distancia del tiempo la memoria no me ayuda mucho, pero en su momento me pareció que era injusta su salida por ser el único profe de taller que enseñaba -esa era mi opinión entonces porque en los demás talleres no hacían nada, siempre estaban afuera jugando-.
Ante la situación, Juan Garza, que en un principio echaba chispas por la poca capacidad de los prefectos y de los profes más gritones para regresarnos a los grupos, no tuvo más remedio que escuchar nuestras peticiones, y fue él mismo quien nos sugirió hacerlo por escrito. Cuando le entregué las hojas de libreta firmadas por más de un centenar de compañeros, él, en su oficina sentado en elenorme sillón tras el escritorio con la puerta abierta, frente a mí, cinco compañeros y muchos másojos que se asomaban curiosos por las ventanas de la dirección, derramó lágrimas al tiempo que nos auguraba un buen futuro si seguíamos defendiendo aquello que creíamos correcto en beneficio de los demás. Su augurio falló conmigo, ahora soy profe… (es broma; me gusta lo que hago).
Debo confesar que en esa escuela aprendí buena parte de lo que soy, no de lo que sé, por los maestros con los que compartí muchos días: Mario “el sapo” y su esposa Yamile Abugaber, Felícitos, Alma Irene Alejandro, Irma Nelly Martínez, Oscar “la mosca”, Humberto Saucedo, Ernestina de la Garza, y tantos más, buenos y malos, cómplices y verdugos, barcos y cabrones; pero sin duda alguna fue de mi director de quien aprendí a sostener las palabras y la mirada, pues si él con un solo ojo podía hacerlo, fácilmente puedo hacerlo con dos.