miércoles, 23 de noviembre de 2022

¿Sueño prolongado?

 

De niño me asustaba lo que veía en aquella vecindad en la que vivía, pero pronto me acostumbré a ello. Después, al nacer mis hijas, las visitas desaparecieron y por un buen rato todo volvió a la normalidad que no conocía hasta entonces. Tenía rato de no hablar de ello porque muchos se reían o lo tomaban a broma, así que me era preferible no contar lo que veía.

Cuando tuve que salir de casa para vivir solo, las visitas se volvieron constantes, como si supieran que ahora tenía tiempo para ellas; yo cometí el error de atender el primer llamado cuando, al volver del trabajo, por la noche, descendí del camión y respondí el saludo al primero, sin percatarme de su transparencia, sin darme cuenta de podía ver a través de él. Estaba de pie junto a las vías del ferrocarril, de la ruta Monterrey-Torreón, en los linderos de la colonia Don Lalo, en Escobedo, N. L.; de allí y caminaba una cuadra hasta llegar al departamento que entonces rentaba y me siguió hasta la puerta sin hablar, sin decir nada.

A los pocos días ya eran varios los que me esperaban y en el mismo sitio, a la misma hora, con sus mejores galas, siempre bien peinados todos y atentos a lo que tenía que hacer para evadirlos. No perdían detalle. Algunos atrevidos se acercaban y me saludaban; otros, callados, levantaban la mano para alcanzarme. Yo me distraía con el encendedor, o el cigarrillo recién encendido, sin perder de vista la escalera y la puerta del departamento que estaba en un segundo piso, a escasos 30 metros de la vía férrea.

Un fin de semana me visitaron mis hijas y les pedí que no molestaran esa noche porque ellas estarían conmigo el fin de semana. Ese fue el principio de nuestras charlas, charlas que se interrumpían los sábados y domingos, hasta que mis hijas volvían con su mamá. Algunos sólo querían platicar, otros pedían cosas, ya fuera buscar a su familia o amigos, encontrar algún objeto, agua, cerveza o tequila, tacos o sopa caliente que no podían ingerir, pero que querían servida “para verla, cuando menos”; unos pocos eran groseros y demandaban mayor atención, hasta que los más frecuentes les decían que no debían exigir, sino pedir.

Tuve la necesidad de cambiar de casa. Me despedí de todos… de casi todos… En la casa nueva, ahora en Apodaca, me visitaba un joven todas las tardes. No hablaba nunca, sólo se asomaba por la ventana y se dejaba ver su reflejo en la puerta principal cuando estaba abierta. De vez en cuando encendía la luz del baño, de la sala o del patio, pero no era ruidoso. Mi esposa lo vio varias veces y, ya en confianza, le puso nombre. Gran error.

Con ella en casa se volvió travieso. Además de las luces, prendía la tele a todo volumen, el estéreo y hasta la licuadora; no le importaba la hora, cualquiera era buena para hacerla rabiar. Un día, dejó sus pies marcados en el piso recién trapeado por toda la sala hasta la puerta de la cocina. Ella creyó que había sido yo, pero los pies eran pequeños, menos que los suyos, pero sí mucho más que los míos.

Una amiga, que sabe del tema, habló con él. No quería nada, sólo compañía. No sabía su situación y le divertía lo que hacía desde que mi esposa llegó a vivir con nosotros. Nos preguntó si queríamos guiarlo o dejarlo en esa casa que pronto dejaríamos. La decisión era fácil, era necesario que se fuera, así que hicimos lo que nuestra amiga nos sugirió y funcionó, nunca más volvió, ni nadie más… todavía.