Hay un
proyecto que me gusta trabajar con mis changos en la secundaria, que trata de
elaborar biografías; lo que hago distinto es que, en lugar de hacerla sobre un
personaje, como lo sugiere el programa, les llevo a la construcción biográfica
de alguno de sus abuelos, hecho que considero importante porque estoy convencido de que
debemos tener conocimiento de dónde venimos y el camino que hemos recorrido
gracias a quienes nos anteceden.
Mis alumnos se emocionan con su
trabajo y, conforme avanzan en la producción, se dan cuenta que hay detalles de
la historia de sus propios padres que no conocen y, a su vez, cositas que sus
padres desconocen de sus padres, es decir, de los abuelos, ¿qué cosas no?
Para fortuna de mis hijas, por
ejemplo, su abuelo –mi papá- siempre habla de su historia; además, hace algunos
años escribió una biografía que compartió con nuestra familia y amigos; para mi
suerte, la vida de mi abuela paterna no me es del todo desconocida por ese
mismo texto que escribiera mi padre; sin embargo, sobre mis abuelos maternos,
no conozco casi nada –o nada- de su origen, aunque viví de cerca su partida.
Hace unos días, mientras esperaba
a que mi esposa saliera contenta del Oxxo con su café, escuché una canción que,
cuando me dedicaba a cantar, se me atoraba en la garganta; ahora que me topé con esa historia de
nuevo, como auditorio, no me fue posible oír siquiera sus compases sin evitar el
nudo en la garganta y alguna lagrimilla rebelde que se evaporó al tocar mis
pestañas. No, la canción no trata de mi abuelo, pero sí de uno, que según la
historia, llegó de lejos porque sus oportunidades en su tierra se acabaron y,
al llegar a esa nueva patria formó su familia y el trazo del camino que anduvo
hasta el fin de sus días, cuando le pidió a su nieto que volviera a su terruño
a avisar que había dado todo en otro lugar.
No sé, porque nunca lo hablamos,
los motivos de mi abuelo para dejar Agujitas, Coahuila, pero supongo que su
trabajo en las minas no le permitiría hacer lo que hizo en su vida; tampoco sé
cómo conoció a mi abuela, no me lo quiso contar; ni sobre su primer matrimonio,
del que tengo entendido enviudó y le dejó dos hijos que acogió mi abuela como
propios; tampoco conocí el origen de su oficio, pero también lo viví cercano;
me contó cómo dejó de fumar y por qué caminaba todas las mañanas hasta el
mercado de abastos, por qué no hacía coraje y cómo evitaba decir maldiciones.
Esto último no lo aprendí… ni lo primero tampoco.
Recuerdo que mi viejito lloraba
sin que nadie se diera cuenta, a menos que le conocieran; el puchero era su
gesto. Recuerdo el último día de mi estancia en su casa, después de casi un año
de acompañarlo: Había cobrado mi primer cheque como promotor cultural y decidí,
después de feriarlo, dárselo. No quería aceptarlo, pero después de escuchar mis
razones no tuvo otra opción y lo tomó, no sin soltar dos o tres lagrimillas con
sus respectivos pucheros. Cuando se fue, según me contó mi madre, tenía guardado
ese dinero en un sobre, junto al talón de cheque que también le entregué.
No es que lo extrañe, en serio;
sino que me parece que no platicamos lo suficiente de todo, aunque hablamos
mucho.
Y el abuelo entonces, cuando yo era niño, me hablaba (…) del viento del norte, de la vieja aldea y de sus montañas. Le gustaba tanto recordar las cosas que llevo grabadas muy dentro del alma...
Bueno bai.