Ahora los reclamos
son diarios. Los hace frente al espejo que no perdona, ni ha perdonado nunca.
La mirada se retuerce de tan solo recordar que, aunque tiene de todo, no es
feliz en esa vida que fluye entre simulaciones vagas, entre los pasillos que
limitan sus recuerdo de lo que no fue y, por supuesto, no podrá ser. Nadie le
dijo nunca que la seguridad de las palabras borra cualquier inquietud de la
adolescencia.
El reloj no se
detiene, se dice mientras observa lo que sus recuerdos le permiten. La sonrisa
se borra poco a poco y le regresa a su gesto adusto con una mueca apenas
perceptible, que se dibuja en la comisura de sus labios, de sorpresa mezclada
con desconcierto por aquello que su alma le echa en cara, al reprobar sus actos
lascivos contra quienes fueron sus víctimas en sueños, a través del teléfono, o
en sus andares y estancamientos, con botas nuevas o descalzo, por esos caminos
que aún lo recuerdan.
Nadie sabe de su
maldad oculta tras los buenos modos; nadie sabe que no se arrepiente de lo
vivido; ̶ Es más-, se dice cada día al despertar y antes de conciliar el sueño,
̶ si volviera a nacer haría lo mismo cada vez; y si por designo del creador
renaciera con lo que ahora sé, lo haría con mayor alevosía, con el cinismo en
la cara, en las manos y entre las piernas.
Su conciencia le pide
que calle a gritos, pero no quiere escuchar; al contrario, pretende descubrir
todos los juegos sucios que la memoria le arrancó en un momento de descuido;
tiene la intención de llegar hasta el final, aunque tal vez sea el principio,
de sus perversiones: recuerda la música a todo volumen y una mano en la espalda
cuando frente a él tenía otro cuerpo y otro sueño trunco; no olvida que la
carne sabe mejor cuando es fresca y para uno solo, cuando se le caza con las propias
manos, y entonces entiende la seriedad de sus palabras esa noche, aquellas que
dejaron de lado sus mejores intenciones, las que provocaron sus encuentros y
sus promesas incumplidas.
No soy feliz, se
dijo. Y realmente no lo era desde que unas manos ajenas le mostraron para qué
servía su cuerpo, para qué servían sus labios y las palabras que brotaban de
ellos. Si hubiera sabido eso treinta años atrás, ahora mismo sería otro
distinto al que se muestra cada día, cada hora, cada segundo de su vida rota desde
los cimientos; nadie lo sabe todavía, ni el espejo que lo mira fijamente.
Hasta luego...