
Esa
noche, del seis al siete, no dormí. Hacía un calor de los mil diablos y me
quedé afuera de la clínica hasta que me dijeron que todo estaba bien y que la
vería hasta unas horas antes de recogerla. Llegada la hora, me escurrí entre
los pasillos atiborrados de gente, entre olores mezclados de formol y enfermo,
entre montones de sábanas sucias olvidadas por alguien en los corredores
también llenos de camillas y ruidos que se confundían con gritos y quejumbres.
La
mamá brillaba y el bulto, más parecido a un tamal que a una niña, me llegó a
los brazos con la misma intensidad del juego eterno del “piensa rápido”; la desaté para verle las manos y los pies, para
asegurarme que era niña y para aprender a anudarla de nuevo como minutos antes
lo hiciera la enfermera. Desde entonces, 18 años han pasado y en el camino
hemos compartido casi de todo. Debo decir que, en buena medida, ella influyó
para que hoy me dedique a lo que me dedico, para desgracia de muchos, en
ocasiones de ella misma.
Me
acompañaba a la Normal y atendía la oficina del Consejo Estudiantil mientras
estaba en clase, con apenas dos años de edad; se presentó sola a mi entonces
directora y demostraba la confianza de quien tiene su futuro en las manos,
parecía que nada la detendría, y ha demostrado, hasta ahora, que así será. Siempre
abierta al diálogo cuando tiene algo que decir, busca la forma más diplomática
de convencer, y tal vez debido a que conmigo no siempre le funciona busca entre
sus recursos la mejor manera de llevarme a donde quiere bajo sus condiciones, a
lo que yo me desentiendo como si realmente no supiera lo que pasa.
No
lo digo, ni lo diré, con frecuencia, pero quienes me conocen saben que la idea
me acompaña siempre: día y noche, tarde y temprano, horas y minutos, dormido y
despierto, con amigos y sin ellos… Es más, no lo diré ahora tampoco porque ¿qué
les importa? Eso es algo entre mi hija y yo; además, ¿qué puedo decir de manera
objetiva sobre la mayor de mis chaparritas?