En los últimos meses los
maestros hemos estado en la palestra de los medios y en boca de quienes no
tienen idea de lo que realmente implica la labor que llevamos a cabo. Tal vez
tengan razón, porque no tienen la obligación de saber lo que hacemos cada día y
porque por culpa de unos cuantos que destrozan, con su paso y sus actos, la
imagen que tratamos mantener quienes estamos interesados en hacer las cosas
bien para beneficio de los niños y jóvenes que atendemos, nos catalogan a todos
por igual.
La verdad, igual que muchos
de mis compañeros del gremio, me preocupa todo lo que se maldice de la Reforma
al artículo tercero, pero también me alienta saber que estamos más cerca de
clarificar las reglas del juego para quienes queremos seguir este camino y para
aquellos que pretenden iniciarlo. Lamentablemente algunos de estos últimos
siguen en las formadoras de docentes por las razones equivocadas: la “seguridad”
que ofrece este trabajo, aunada a los periodos vacacionales y bonos que les
acompañan, entre otras cosas que se dicen en las aulas y confirman quienes
están en proceso de formación.
Por mi parte llevo casi trece
años intentando diariamente trasmitir la pasión que siento por mi trabajo en la
Normal Superior, y en ese corto tiempo he compartido con alumnos de todas las
especialidades que ofrece la licenciatura, en diferentes asignaturas; pero
donde echo toda la carne al asador, donde más aprieto y la que más disfruto, es
mi especialidad: Español. Desde esa trinchera he visto cómo llegan chavos que
buscan qué aprender y salen verdaderos docentes a quienes me gustaría toparme
después como mis propios maestros; pero también he sido testigo de lo
contrario: la indolencia, la apatía, la negatividad ante cualquier cosa, la
exigencia de atención para despreciarla y, por supuesto, a cambio de nada.
Desde el semestre pasado
atiendo dos grupos de mi especialidad; nada más distinto entre grupos que, se puede suponer, comparten intereses de formación. Uno de ellos pregunta todo, lo
mínimo y lo máximo, lo cual hace pensar que no entienden al mismo ritmo de los
grupos de generaciones anteriores, pero que se empeñan en quedar bien con sus
maestros con el esfuerzo reflejado en sus trabajos, que si bien no son los
mejores, al menos denotan las ganas de hacer las cosas bien, con cierto grado
de organización y complejidad que muchas veces los sobrepasa.
El otro grupo, apenas pone
atención a las instrucciones por estar con la cara metida en sus pantallas, con
el pretexto de que así toman nota de la clase; creen ser muy buenos en lo que
hacen, cosa que no dudo pero que no demuestran. Cualquier cosa que se les
encargue es motivo de queja y antes de visualizar la ganancia que les puede
traer el desarrollo de tal o cual actividad o tarea, ponen toda su
concentración en las fallas que pueda tener y el valor que se le otorgará en su
calificación para decidir si vale la pena cumplir o brincarse el esfuerzo. Lo
peor de todo, es que los pocos que verdaderamente dicen tener ganas de hacer
bien las cosas, lo hacen a escondidas del resto del grupo para no ser tachados
de traidores, lo cual demuestra que el grupo mismo es consciente de su
mediocridad disfrazada de soberbia.
Nunca me había tocado
trabajar con grupos pares tan distintos, y sé que mis compañeros tampoco. Me queda
claro que tarde o temprano llegará la prueba de fuego para cada uno de estos
alumnos, y que en ésta algunos se quedarán entrampados; sólo espero que quienes
logren avanzar al siguiente nivel sean los que tienen verdadera vocación, los
que tienen bases firmes para la docencia, los que tienen claro que el
magisterio es una forma de vida y no sólo un trabajo, los que tienen verdaderos
deseos de servir a sus alumnos, aunque éstos últimos no estén interesados en
los que sus maestro tienen que compartirles, los que quieran fortalecer la
imagen idealizada del buen maestro.
Hasta luego.