Los
ciclos se cierran siempre por buenas razones; no estaremos conformes cada vez
que sucede, pero qué le vamos a hacer… así pasa cuando pasa. Lo que más
incomoda es pensar en los si hubiera
que nunca dejan nada bueno. Esta semana se ha llenado de cosas significativas,
que de alguna manera me dejan cosas, de pasadita, que señalan puntualmente los
ciclos que concluyen, sin dejar claros aquellos que se deben iniciar. Tamaño
lío, ¿verdad?
Lo
más trascendente de estos últimos días, es la partida de un gran amigo que me
dejó grandes enseñanzas en el poco tiempo que lo pude tratar. Lo conocí en mi
trabajo, pero desde el primer momento que cruzamos palabra sentí que era uno de
esos tipos en los que se puede confiar, y así fue. En los momentos difíciles allí
estaba, sin importar lo que tuviera qué hacer para lograrlo; varias veces me
sacó las ideas suicidas de la cabeza a punta de madrazos… o algo así más o
menos.
Cuando
recibí la noticia de su partida, me sorprendí a mí mismo llorando. De alguna
manera, la noticia sorpresiva, me exprimió los ojos y me dejó sin habla, ambas
cosas hace mucho las creía difíciles, pero no; esa insistente necedad de
hacerme el fuerte, impasible e incluso indiferente ante situaciones similares,
me dejó solo ante las palabras que me arrancaron el aliento, y por instantes, a
lo largo de ese día, los pensamientos.
Dice
Cortéz (1969) que a la partida de un amigo, “queda un árbol caído que ya no vuelve a brotar porque el viento lo ha
vencido”, y tal vez sea cierto: la muerte de mi amigo me venció ese día, y aunque
debo aclarar que no me derrumbé, como alguna vez hiciera mi padre frente a uno
de sus amigos, por momentos creí que me podría suceder. ¿Qué pasó? No sé; tal
vez estaba en tal armonía con mi entorno, que me relajé más de lo común.
Sé
que asumir la muerte de alguien a quien se siente cerca no es sencillo, y
acepto que no había sentido algo parecido en ninguna de las ocasiones en que he
enfrentado la muerte, pero sólo de pensar que tarde o temprano estaré de nuevo
en una posición así, o peor aún, que puedo provocar algo similar, al menos a
mis hijas y a mi esposa, no me permite eliminar la idea de que, en cierta
forma, es mejor estar solo. Y no porque quiera estarlo (adoro a mi mujer y a mis
hijas), pero lo que vi en la esposa de mi amigo, y en los que se quedan, no me
gustó.
Por
supuesto, esto no se trata de qué me gusta o qué no, pero debiera tratar de
tener el tiempo suficiente para poner en orden las cosas y poder decir a la
muerte cuando llegué: “ya estoy listo, nada me falta”, para después partir.
Hasta pronto
(A la memoria de Mi amigo Alberto Domingo Villarreal. 26 de febrero)
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