martes, 15 de noviembre de 2011

Papalotes


Conocí a mi hermano Joaquín en una piñata infantil. Ambos fuimos invitados porque su papá, el mío y el del festejado eran amigos de años atrás. Sí, suena raro eso de su papá y el mío, cuando hablo de mi hermano; pero somos hermanos porque así lo decidimos, y nos ha funcionado más de treinta años. Recuerdo claramente que ese día nos dimos duro con unos carrizos, simulando que eran espadas, hasta que uno de los dos perdió el suyo. Era, por supuesto, una pelea a muerte, pero honorable. 

Siempre ha sido muy hábil para armar y construir cosas: rompecabezas, modelos a escala y juguetes; fabricaba con triplay aquellos esqueletos de dinosaurios que él mismo recortaba. Del mismo modo, se las ingeniaba para replicar las naves de Star Wars con material reciclable y madera. Para trabajar con sus manos no necesitaba pensarlo mucho, ellas lo hacían por él y lo hacían muy bien. En alguna ocasión se le ocurrió que sería buena idea elaborar papalotes y venderlos a los vecinos; así que con plástico, hilo y varitas de algún árbol comenzamos a hacer los cometas que se vendían como pan caliente, hasta que se le ocurrió la mejor de las ideas: elaborar un papalote de gran tamaño.

Con muchas ganas y gran paciencia planificamos las medidas y los materiales que debían usarse, trenzamos los hilos para que resistieran el viento y conseguimos plástico grueso para que no se rompiera con el viento. La cauda era más larga de lo que podíamos cargar solos, así que pedimos ayuda a los vecinos para transportar los materiales que habrían de formar parte de esa gran proyecto, que una vez en el aire, en la parte más alta de la loma, necesitó de la fuerza de ocho voluntarios para que no se volara.

Lo mejor llegó después cuando, ante el éxito obtenido, nos propusimos hacer un papalote tan grande que pudiera soportar el peso de mi hermano. Con mayor cuidado que con el anterior, se dispuso del plano y los materiales; los niños del barrio asomaban sus cabezas por la reja para ver cómo se construía aquella maravilla que levantaría en vuelo a cualquiera de nosotros. Conseguimos los mejores y más resistentes materiales que pudimos, y con el mayor de los sigilos salimos de la casa para armar los últimos detalles en la loma, muy cerca de lo que ahora llaman Paso del Águila.

Atamos lo brazos de mi hermanito al larguero del papalote y sus pies a la parte baja; la cuerda unía la cruceta y daba una vuelta por el pecho del aventurero para asegurarnos que volviera, en caso de que el viento arreciara. La cola del papalote nos anunciaba la intensidad del viento; nos acercamos al vacío a esperar el momento oportuno, y cuando llegó, un pequeño empujón logró lo que nadie había visto antes… Las manos se tensaron en torno al pasamano que habíamos instalado al final de la cuerda, la quijada de más de uno rechinó de la fuerza que se hizo para apretarla, los ojos de todos se centraron en un punto, de modo que nadie perdía de vista a mi hermano que volaba en picada a una altura de más de diez metros con piedras afiladas cortando el plástico, la cuerda, sus ropas, brazos y piernas. El vuelo terminó cuando su cabeza rebotó por última vez contra el suelo. Apenas llegué junto a él y alcancé a escuchar su pregunta: -“¿Volé?”; y mi respuesta –“¡Con madre!”.

Después de eso perdió el sentido; después de eso no lo volvimos a intentar; después de eso nos castigaron, aunque el mayor castigo fue para él; después de eso, por muchos años, quienes volaban papalotes en ese lugar recordaban al viento al chavo que voló desde ese lugar hasta la parte baja de la loma, y cada vez la historia era más fantástica. Hoy, cada vez que los vientos arrecian, se escucha el sonido de los papalotes en la loma y los gritos de aquellos que intentaron desafiar la gravedad; hoy, con las licencias que me otorga el tiempo y el imaginario, cuento esta historia a mis alumnos para ejemplificar cómo nace una leyenda, y ¿qué creen? Funciona.
Hasta luego.

martes, 1 de noviembre de 2011

Hay muertos que no hacen ruido porque andan en alpargatas.

La muerte no pide permiso y me pela los dientes… Andar por allí en estos días suele ser tan peligroso como siempre; la diferencia es que hoy la muerte ronda vestida de Catrina y eso puede ser hasta divertido. Anoche, 31 de octubre, las brujas dominaron el escenario. Las expertas y las novicias reclamaban su lugar en el calendario, como si esto les diera la oportunidad de seguir inmaculadas ante el paso incesante del tiempo. Mañana toca el turno a la muerte, de la que ninguna bruja se salva; aquella que si te descuidas te estira las patas, la que asusta con el petate del muerto, porque pájaro que huye morir de noche cae de mañana, que al fin para morir nacimos.

La muerte en México, más que un pesar, se ha transformado en una tradición… y sí, todos, tradicionalmente morimos, siempre de un jalón hasta el panteón; así, cuando menos se piensa, la muerte llega. Y como dicen que como se vive se muere, debemos estar permanentemente dispuestos a morir en la raya, a cargar con el muerto, o a hacerse el occiso para ver pasar el entierro, o mínimo, para ver el velorio que le hacen. Lo único necesario para recibir la muerte es estar vivo; y cuando llegue todos dirán que el muerto era bueno, aunque haya andado como el diablo en el panteón.

Por eso hay que hacer muchos amigos, porque sin ellos de la muerte no habrá testigos. Se debe tener en cuenta que el tiempo que al vivo le falta, al muerto le sobra, y que a quien Dios quiere para sí, poco tiempo lo tiene aquí; tal vez por eso la muerte nos da risa y se convierte en objeto de burlas contenidas en expresiones con cierta carga de humor negro: está tres metros bajo tierra, fue a ver las flores crecer de abajo, colgó los tenis, se quedó tieso, chupó faros, entregó el equipo, dobló el petate, se lo cargó el payaso, estiró la pata, se petateó, se fue de minero eterno, pasó a mejor vida, se difunteó, que en gloria esté, se fue al viaje sin regreso, caducó.

Y otras: El muerto a la sepultura y el vivo a la travesura; cayendo el muerto y soltando el llanto; el muerto y el arrimado a los tres días apestan; consejos y ejemplos que obligan, los que los muertos nos digan; no le pido pan al hambre, ni chocolate a la muerte; casa hecha sepultura abierta; la viuda entierra al marido y el cura [o el compadre] hace el nido; te asustas de la mortaja y te abrazas al difunto; vale más un cobarde en casa, que un valiente en la cárcel o en el cementerio; y muchas más.

La cercanía de la muerte con el mexicano le otorga un rostro y una personalidad que se presenta, y representa, cada año para convivir con ella, para hablarle de frente, para tutearla, para compartir con ella el pan y el tequila, los dulces y el mole, o aquello con lo que los animados dolientes se caen cadáveres, conscientes de que tarde o temprano habrán de cruzar el umbral que los separa del otro mundo, de que aquí a cien años, todos seremos pelones y tal vez polvo. De allí la importancia de tomar la muerte tan en serio como la vida, de mandarla al diablo mientras la última dure, y tener claro que el asno sólo en la muerte halla descanso para lo cual debemos preguntarnos: si trabajamos para vivir, ¿por qué nos matarnos trabajando?

Si nuestro prójimo comete errores en vida, más vale que apliquemos un poco de filosofía; entender que más vale morirse cagando que pasarse la vida comiendo mierda, y adoptar el viejo adagio que dicta “comer bien, cagar fuerte y no haber miedo a la muerte” porque el estreñido muere de cursos. Las penas no matan, pero ayudan a morir y además morimos de todo y por todo: se muere de risa, de miedo, de calor, de vergüenza, de frío, de hambre, de amor, de coraje, de sueño, de cansancio, de tristeza, de ganas, de dolor, de envidia, por verte, por no verte, por sentir, por insensato, por probar, por ir, por llegar, por callarte, por terminar, por lo que sea o no sea, pero nadie se muere por morirse y quien lo dice sólo es por hablador.

¡En fin! Quien teme la muerte no goza la vida, porque todos nacemos llorando y nadie se muere riendo; así que vámonos muriendo todos que están enterrando de gorra. En nuestra cultura, la muerte, mejor conocida como la Catrina, no tiene edad, ni tiempo, nadie conoce su origen pero sí su destino; en estos días a todos nos da gusto verla, pero en cualquier otra fecha ni nos acordamos de ella. Después de todo, tengo claro que lo último que haré será morirme, porque sólo los guajolotes mueren en la víspera.

Bueno Bai