Conocí
a mi hermano Joaquín en una piñata infantil. Ambos fuimos invitados porque su
papá, el mío y el del festejado eran amigos de años atrás. Sí, suena raro eso
de su papá y el mío, cuando hablo de mi hermano; pero somos hermanos porque así
lo decidimos, y nos ha funcionado más de treinta años. Recuerdo claramente que
ese día nos dimos duro con unos carrizos, simulando que eran espadas, hasta que
uno de los dos perdió el suyo. Era, por supuesto, una pelea a muerte, pero
honorable.
Siempre
ha sido muy hábil para armar y construir cosas: rompecabezas, modelos a escala
y juguetes; fabricaba con triplay aquellos esqueletos de dinosaurios que él
mismo recortaba. Del mismo modo, se las ingeniaba para replicar las naves de
Star Wars con material reciclable y madera. Para trabajar con sus manos no
necesitaba pensarlo mucho, ellas lo hacían por él y lo hacían muy bien. En
alguna ocasión se le ocurrió que sería buena idea elaborar papalotes y
venderlos a los vecinos; así que con plástico, hilo y varitas de algún árbol
comenzamos a hacer los cometas que se vendían como pan caliente, hasta que se
le ocurrió la mejor de las ideas: elaborar un papalote de gran tamaño.
Con
muchas ganas y gran paciencia planificamos las medidas y los materiales que debían
usarse, trenzamos los hilos para que resistieran el viento y conseguimos
plástico grueso para que no se rompiera con el viento. La cauda era más larga
de lo que podíamos cargar solos, así que pedimos ayuda a los vecinos para transportar
los materiales que habrían de formar parte de esa gran proyecto, que una vez en
el aire, en la parte más alta de la loma, necesitó de la fuerza de ocho
voluntarios para que no se volara.
Lo
mejor llegó después cuando, ante el éxito obtenido, nos propusimos hacer un
papalote tan grande que pudiera soportar el peso de mi hermano. Con mayor
cuidado que con el anterior, se dispuso del plano y los materiales; los niños
del barrio asomaban sus cabezas por la reja para ver cómo se construía aquella
maravilla que levantaría en vuelo a cualquiera de nosotros. Conseguimos los
mejores y más resistentes materiales que pudimos, y con el mayor de los sigilos
salimos de la casa para armar los últimos detalles en la loma, muy cerca de lo
que ahora llaman Paso del Águila.
Atamos
lo brazos de mi hermanito al larguero del papalote y sus pies a la parte baja;
la cuerda unía la cruceta y daba una vuelta por el pecho del aventurero para
asegurarnos que volviera, en caso de que el viento arreciara. La cola del
papalote nos anunciaba la intensidad del viento; nos acercamos al vacío a
esperar el momento oportuno, y cuando llegó, un pequeño empujón logró lo que
nadie había visto antes… Las manos se tensaron en torno al pasamano que
habíamos instalado al final de la cuerda, la quijada de más de uno rechinó de
la fuerza que se hizo para apretarla, los ojos de todos se centraron en un
punto, de modo que nadie perdía de vista a mi hermano que volaba en picada a
una altura de más de diez metros con piedras afiladas cortando el plástico, la
cuerda, sus ropas, brazos y piernas. El vuelo terminó cuando su cabeza rebotó
por última vez contra el suelo. Apenas llegué junto a él y alcancé a escuchar
su pregunta: -“¿Volé?”; y mi respuesta –“¡Con madre!”.
Después
de eso perdió el sentido; después de eso no lo volvimos a intentar; después de
eso nos castigaron, aunque el mayor castigo fue para él; después de eso, por
muchos años, quienes volaban papalotes en ese lugar recordaban al viento al
chavo que voló desde ese lugar hasta la parte baja de la loma, y cada vez la
historia era más fantástica. Hoy, cada vez que los vientos arrecian, se escucha
el sonido de los papalotes en la loma y los gritos de aquellos que intentaron
desafiar la gravedad; hoy, con las licencias que me otorga el tiempo y el
imaginario, cuento esta historia a mis alumnos para ejemplificar cómo nace una
leyenda, y ¿qué creen? Funciona.
Hasta
luego.