49.8°C marcaba el termómetro. Nadie caminaba en las calles tan solas como terrosas, sólo nosotros. El sol reclamaba su espacio e invitaba a caminar de prisa para que las plantas de los pies no sintieran lo caliente del asfalto; la brisa quemaba la piel y no había gota de agua que aliviara la resequedad de las gargantas.
Esta ciudad que figura en el mapa, en mi mapa, como una ciudad importante del noroeste de México, no cuenta con un servicio de transporte cómodo y digno de sus pobladores ¿será que los únicos jodidos de a pie éramos nosotros? ¿Todos en ese desierto tienen carro? Una señora que caminaba hacia nosotros que descansábamos a la sombra de un árbol de fuego (vaya ironía) me sacó de la duda.
Cuando llegamos a nuestro destino, gracias a un Taxi tan jodido como mis zapatos, el calor se incrementó de tal modo que el sudor, escaso hasta ese momento, tal vez porque el mismo sol lo evaporaba, parecía lo único que podría refrescar ese mediodía. El aire del ventilador era insuficiente y el agua helada que nos regalaron en pocos minutos dejó de serlo.
Junto al sillón estaba la foto del grupo, en la que aparecía sonriente junto a otras niñas. No teníamos certeza de quién era, pero le corazón apuntó a la cara de pingo de la primera fila. Los cabellos muy restirados y recogidos en un chongo escolar rematado con un discreto moñito; el uniforme a cuadros era igual en todas las que posaban en tres hileras, como en las típicas fotos de escuelita. Las calcetas llegaban apenas debajo de las rodillas y los zapatos brillaban a mediados de septiembre, un año atrás.
Todas se presentaron y cantaron algo sobre ángeles, no entendí exactamente qué, pero gracias al revolotear de sus alas el calor desapareció y la estancia se refrescó hasta desaparecer el sudor y la piel ardiente minutos antes. Rosa, Itzel, Génesis, Karla, Cristina, Susana y otras más, se preguntaban a sí mismas quiénes éramos y qué queríamos; se veían temerosas unas a otras con sonrisas de complicidad, esperando algo que no podíamos darles a todas, aunque queríamos hacerlo.
Susana se quedó al final, nadie se lo pidió, sólo lo hizo. Suspiró y sustrajo de nuestros corazones, susceptibles en ese momento ante el sustancial suceso que nos era sustantivo, la sustancia suscrita que suscitó un susurro dirigido a ella. La susodicha lanzó una suspicaz sonrisa chimuela, suspendida en el suspenso, que sustentaba la suscripta del susto que le provocaba la idea de no agradarnos y que eso nos llevara a sustituirla.
Eso no pasará. Es ella la elegida y quien nos eligió, al menos hasta que nos conozca. Ese día se graduó del Kinder y estaba feliz por ello; ahora es probable que esté feliz por la posibilidad de que estos extraños la lleven a casa algún día próximo y le regalen una familia con papás, abuelos, hermanas, tíos y primos. Así que no importa qué tanto calor haga y qué tanto queme el sol o haga sed, cuando lleguemos con Susana el calor y la sed se irán porque, como mis hijas, será agua y brisa fresca.