En Acapulco nos reuníamos con frecuencia a echar guitarrazos y gritos cada fin de semana; no había nada que nos lo impidiera. Las noches se hacían días y las madrugadas tardes. La casa era de los papás de Orlando que nos daba asilo en los cuartos que tenía en la planta alta, y como éstos iban acompañados de un recibidor, y un baño, además del asador, hielera, gran terraza con un espacio techado y un tercer nivel que hacía el lugar especial para cantarle a la luna, ni el agua, ni el frío nos detenían para hacerle los honores a Baco.
Jugábamos a que todos eran poetas, ellos improvisaban versos, rimas o ideas sueltas que sonaban bien y yo tenía que inventar alguna tonada con letra incluida que tratara lo mismo que terminaban de decir. En eso se nos iban la horas. Los vecinos nos odiaban, no tengo la menor duda; solíamos empezar a las bohemias pasadas las diez y regularmente terminábamos cuando la gente se iba al trabajo, casi siempre sin el anfitrión que se dormía antes que nosotros.
Los de cajón éramos Orlando, Javier, Lore, Ramiro, Camero, Rocha, Moy, Luis Aguilar y yo; de allí se colaban en ocasiones Ángel, Winnie, El soda, y otros que ya no recuerdo por sus nombres. Si la noche era presta, no faltaba a quién llevarle serenata sin más motivo que agarrar la jarra en el camino; si los ánimos se calentaban, después de media noche, nos íbamos a la presa a nadar con tenis y botas puestas ¡y vieja el que se raje! Pero eso sí, con la hielera hasta el tronco y el conductor también.
En alguna ocasión Oscar Raúl, hermano de Orlando, estaba enojado porque no lo dejábamos dormir. La solución fue sencilla: me pidió que lo acompañara el siguiente fin de semana a un Bar, llamado La Estancia de Payador, sin decirme que su intención era dejarme allí tocando para librarse de mí, y de pasada del resto, los fines de semana. Funcionó su estrategia.
Pedí al dueño del Bar, Gilberto Bretón, la oportunidad de preparar un programa de una hora para el lugar, así que invité a un cabrón mal hecho, a que se uniera al reto, pues mi idea era seguir con aquel juego de los versos y las canciones pero ya en forma, y como el Papayo tocaba música clásica con su guitarra, era el indicado para ello. Lo que no preví es que este tipo no tocaba otra cosa que no fuera clásico -no sabía hacerlo-, y tuve que enseñarlo a tocar al menos las canciones que pretendía agregar en el programa.
Cuando nos sentimos preparados, nos lanzamos para la prueba de fuego; nuestro público, compuesto por Paty Guerrero, María Eugenia Llamas, Pedro Guasti, Enrique Esparza y otros, nos dio el visto bueno, repetiríamos al día siguiente a la misma hora, la hora de no hay nadie en este lugar: las siete de la noche. Antes de una señora llamada Maurilia, que no recuerdo qué cantaba pero siempre andaba con capa, sarape o algo por el estilo.
Era sábado, y habíamos quedado el Papayo y yo de ensayar antes de irnos; para mi sorpresa el canijo se fue al concierto de Bon Jovi y me dejó colgado con el ensayo. Supuse que llegaría al Bar, pero no apareció. Gilberto me aventó la bronca de tocar solo y no tuve más remedio que hacerlo. Me fue bien, mejor que con el Papayo un día antes.
En ese lugar comencé mis correrías que durarían algunos años, casi muchos. Recorrí todos los horarios, desde las 19 hrs. hasta las tres de la mañana; casi siempre estaba lleno, con gente de pie, desde muy temprano. Recuerdo una ocasión que la luz se fue y Paty armó tremendo guateque con botellas, fichas, palos de escoba, panderos y silbidos, al compás de la guitarra de Pedro Guasti; el público se emocionó tanto que así duramos hasta casi las tres de la mañana, cuando la luz volvió desde media hora después del apagón.
Gracias a La Estancia de Payador pude tocar junto a Paty Guerrero, Alejandro Filio, Mexicanto, La Trenza, La Mecha, Pionero, Miguel de Hoyos, Patricia Quiroga, Carlos Percel y Nahuel Pérez, Quique Esparza, Pedro Guasti, y con el tiempo muchos más, grandes y chiquitos que no voy a mencionar para no sonar presuntuoso, aunque si son dignos de presumir. ¡Es más! hasta con Alfredo Zitarrosa en un concierto virtual donde tenía que alternar con la vídeocassetera y la televisión, donde se reproducía el último concierto que dio en Monterrey antes de su muerte.
Ese lugar desapareció cuando Gilberto lo vendió a un fulano que creía que compraba también a los clientes, creo que fue un error en ese momento. No sé si hoy existan lugares así, con ese ambiente de camaradería, lo más próximo es quizás La Tumba, aunque se me antoja más comercial y muy lejano a lo que era El paya. ¿Por qué me acordé hasta ahora de ese lugar? Tal vez porque tengo ganas de una cerveza con mis amigos de entonces, o con los de ahora que no les piden nada…