Por: Oscar Mario Benavides Puente
Escuché a alguien decir hace tiempo que su vida era una tragedia rulfiana. La frase me pareció interesante porque adjetiva muy bien todo lo que esa persona quiso expresar: pobreza, desamor, pérdida, locura, muerte, olvido, resignación y más cosas que Rulfo nos ofrece en sus historias.
Rubén no está marcado por Rulfo, no; más bien parece que su vida fue el motivo de la obra de Romero, o mejor dicho, producto de algún sueño de Pito Pérez. Rubén es un tipo alto, buen mozo con cabello y ojos claros, una sonrisa permanente y unas manos siempre dispuestas a ayudar, a saludar, a tomar la botella y no soltarla hasta que se acabe la última gota.
Mucha gente lo conoce y siempre su nombre se relaciona con el tequila; hasta la fecha no conozco a alguien que, sabiendo el problema de Rubén con el alcohol, hable mal de él o lo desestime, es más, nunca he escuchado a alguien expresarse mal de su persona, ni siquiera las mamás de sus amigos cuando adolescentes. Casi todo el mundo lo quiere.
Vive solo desde que su esposa dejó de aguantarle, o tal vez desde que él decidió seguir el camino que había tomado con tantas ganas muchos años atrás. Siempre ha sido bueno para el billar, pero estando borracho no hay persona que pueda ganarle una partida. Muchas veces lo encontré perdido en los billares del centro haciéndose pasar por un novato, ya alcoholizado, para convencer a dos o tres incautos de apostar cantidades de dinero atractivas para alguien que pretende seguir tomando hasta que el día se acabe de nuevo.
Muchos de sus amigos aprendimos a tocar la guitarra o mejoramos la técnica por su insistencia. Le gusta mucho cantar y aunque lo hace como para espantar demonios afónicos con sordera, nadie se asusta con sus alaridos de miedo, al contrario, siempre sobra quién se anime a acompañarlo en su misión imposible. Él sabe que canta feo, pero le vale, lo disfruta mucho e igual se anima a llevar serenata a la muchacha más bonita del barrio, que al señor del depósito que condiciona el crédito con el silencio de mi amigo para que siga con su música en otra parte.
En más de veinte años de conocerlo nunca ha perdido la compostura más allá de lo normal para un borracho feliz. La primera vez que tomé fue con él, en su casa, acompañado de otros amigos. Recuerdo que cuando la botella se terminaba, Rubén se escondía tras la cortina de la sala y minutos después aparecía con la botella rebosante de alcohol. Años después nos enteramos que su papá le escondía un barrilito de tequila en una chimenea oculta tras esa cortina.
Pocas veces ha faltado a su trabajo por andar tomado, en malas condiciones o crudo... ¡Es más! No recuerdo haberle visto crudo ni en malas condiciones ¿será que nunca daba tiempo a que eso ocurriera? La pregunta sobra.
Rubén es un tipo al que le gusta la lectura, poco, pero le gusta, y su gran proeza fue haber leído, compitiendo conmigo, El perfume, El padrino, La insoportable levedad del ser, El nombre de la rosa y otras novelas que ya ni recuerdo pero que él tiene frescas con personajes, ambientes y detalles minúsculos, como si las acabara de leer y de eso ya hace quince años o más.
¿Han escuchado que alguien parece conservado en alcohol? Mi amigo es la prueba. Hace unos días lo invité a mi casa y caí en la cuenta de que evidentemente los años han pasado por aquí: estoy panzón, canoso, con menos agilidad, no puedo comer muchas cosas y beber menos; mi amigo, si bien el tiempo también le ha dado sus cariños, se ve casi igual que en la fotos de nuestra adolescencia.
Me gustó verlo platicar jubilosamente de sus aventuras, es un tipo que siempre tiene un buen consejo o una anécdota qué contar; se podría decir que es una persona que vive y ha vivido de eso, de recordar glorias pasadas con triunfos pequeños, donde el vino o la cerveza ocupan un lugar importante.
Sé que se sintió como en su casa, y así fue; siempre ha sido conchudo mi compadre, a donde va se acomoda y exige su basto almuerzo para recuperar las fuerzas y seguir bebiendo, sin importar que aún sean las siete de la mañana de un domingo y todos los de la casa estén dormidos. Cuando chavos era él quien acompañaba a mi papá con su café a las seis de la mañana de un lunes o martes o miércoles, o cualquier día después de la fiesta.
Pocas veces lo hemos escuchado maldecir y cuando lo hace es contra sí mismo, nunca refiriéndose a otra persona, ni siquiera contra la que fuera su suegra. Nunca lo he escuchado quejarse de su mala fortuna –al menos lo que considero es mala fortuna-, y aunque no creo en eso que muchos llaman destino, estoy convencido que mi compadre todos los días lo reta esperando lo que le traiga, porque debo añadir que él, Rubén, no busca, espera.
A sus ya casi cuarenta años de edad mi amigo sigue siendo un soñador que ahora busca ser profe y que ha planificado muy bien su estrategia para terminar la prepa e ingresar a una Normal, cualquiera, porque no quiere que su hijo mayor, de ahora dieciséis, diga que su padre es un borracho sin futuro, pero sobre todo, sin sueños.
No puedo negar la admiración por mi amigo, siempre contento, nunca preocupado, siempre cantando, recordando, disfrutando lo que la vida le ha dejado y sin extrañar lo que le ha quitado, al menos no en público. No sé si realmente sea feliz o traiga puesta una máscara que nos impida enterarnos de su estado real.
Tal vez Rubén nunca llegue a ser un gran cantante, ni un buen profesor, y tal vez nunca deje la borrachera para otro día; tal vez jamás salga de esa vida hasta ahora inútil, como la de Pito. De lo que estoy seguro es que pocos tienen la fortuna de conocer a alguien así, alguien lleno de canciones, gritos, historias, risas y encuentros; lo que más quiero es que Pito Pérez no despierte de ese sueño que recrea a mi amigo y lo hace vivir día a día rodeado de su gente.
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