Siempre comparto con
mis alumnos mi afición por la lectura y la forma en que me acerqué a ella. Les
digo que cuando niño sorprendí muchas veces a mi madre leyendo en su cuarto un
libro que curiosamente guardaba en el toallero de su closet, lo cual me daba
curiosidad porque ¿qué podía leer ella a escondidas si todos los libros de la
casa –que eran muchos- estaban siempre a la vista de todos?Lo ponía cada que
vez que la sorprendía, arriba donde yo no alcanzaba a verlo. Un día, cuando
salió con mi papá, entré a su cuarto y, escalando por los cajones y entrepaños,
llegué a asomarme apenas entre las toallas y descubrí el misterio.
Efectivamente era un
libro, sin monos, puras letras… y muchas porque hasta me pareció un libro muy
gordo. En su portada aparecía una muchacha semi-desnuda, llorando en lo que
parecía el piso de una regadera. Yo apenas tenía siete años, tal vez ocho. La portada
despertó mi curiosidad morbosa, además del título, y comencé la lectura de la
novela en cuestión. Cada vez que papá y mamá salían de casa, yo entraba a la
misma habitación, subía a los mismos escalones improvisados, y me sentaba a
leer con toda la calma que ofrece lo prohibido esas líneas que mamá me
ocultaba. Entonces ese libro era para adultos, ahora ese libro se encuentra en
la biblioteca escolar de las secundarias.
Lo que pocas veces
cuento, aunque no es algo que oculte, es mi afición por los cómics y la
parafernalia que les rodea. Gracias a ellos me acerqué a la verdadera
literatura y a las grandes historias que hoy, muchos de mis contemporáneos ni
siquiera han soñado leer, mucho menos lo han intentado; sin embargo, muchos de mis
compañeros de trabajo, la mayoría más viejos que yo, cuentan que eran sus
lecturas de cabecera cuando niños o jóvenes. Incluso, en ocasiones, muchos de
ellos apenas han descubierto lecturas, si no libros, que yo leí cuando era
estudiante de secundaria.
La Iliada y la Odisea,
La guerra de los mundos, La vuelta al mundo en 80 días, Tarzán, Historia de dos
ciudades, Los hermanos Karamasov, Crimen y Castigo, El quijote, Frankenstein,
Drácula, Romeo y Julieta, La fierecilla domada, Hamlet, Marianela, algunos
cuentos de Poe, poemas de Byron, obras de Conan Doyle y Robert E. Howard, así
como muchas, muchas más, fueron mis lecturas serias, si así se les quiere
llamar, gracias a las historietas que me llevaron a las obras completas en sus
versiones originales.
Mis lecturas entonces
se daban a diario, un poco como ahora, pero con una disciplina mayor porque tenía
claro que tenía mucho por leer. Todos los días, después de hacer tareas, por
casi seis años, me sentaba en el resquicio de la puerta de la sala o de la
cocina, en la cama, en el piso de la sala, en el baño, en el patio y en la
calle misma a leer lo que se atravesaba. Lo curioso es que rara vez era en mi casa,
salvo cuando me llevaba “lonche” para
el fin de semana –entre siete y diez libros de cómics de cualquier cosa que me
interesara-.
Las lecturas las hacía
en la casa de mi hermano, mientras él y el resto veían televisión, mientras
todos dormían o merendaban, mientras los demás jugaban a lo que fuera en la
calle. Ellos vivían con esos libros en su casa, yo los tenía prestados a
diario. Los leí todos. Imaginen una casa donde todo lo que la amueblaba eran
estantes con libros; cada gabinete, cada puertita de mueble, cada repisa,
trastero o mostrador –menos en la cocina-, era un escondrijo de libros, de
revistas, de historietas. Miles y miles de libros organizados, uno junto al
otro, por fechas, títulos, temas, colecciones, editoriales, dibujantes,
escritores, ¡era una locura! Sobre todo para alguien de apenas trece años.
El dueño de todo eso me
permitía manosear los libros a diestra y siniestra, me sabía responsable y
cuidadoso de sus tesoros, mis tesoros también. Después de la lectura eran
largas horas de platicar sobre cosas relacionadas con lo leído, cosas que
dictaban las siguientes lecturas de los próximos días. Más locura, sí. El profe,
así le decía, me atendía igual que a sus hijos, platicaba igual conmigo que con
ellos, me trataba del mismo modo que a mi hermano Joaquín, Ángel, Paco, Nelly y
Nancy… ellos eran su adoración, yo era el colado, el que siguió su tradición de
coleccionista.
El profe se fue hace
casi una semana y con él se llevó nada, al contrario, nos dejó mucho… a mis
hermanos postizos sus cosas, su nombre, su sentido del humor; a mí, la lectura
y una buena parte de mis aficiones y mi profesión. Hasta pronto Profe. Ya seguiremos platicando de superhéroes.
Hasta pronto a todos.