Después de 47 años de servicio decidió
cerrar su ciclo. Hoy deja sus escuelas en manos de quien llegue a ocupar su
lugar, mejor dicho su oficina, su lugar será difícil cubrirlo. Desde hace unas
semanas las escuelas que supervisaba dividían el calendario para darle un
abrazo en voz de los niños, de los maestros, sus compañeros, los padres de
familia, sus cómplices, de todos aquellos que rodearon su vida como Maestro.
Para tomar esa decisión tuvieron que
conjugarse muchas cosas: la diabetes, y con ella la pérdida parcial de la
visión, la resequedad en la garganta al hablar en público –cosa que me tocó ver
una y mil veces sin que se le acabara la saliva ni que le temblara la voz o las
manos como ahora-; el camino cada vez más largo y sinuoso que aleja a la escuela
de la educación y a los docentes de su tarea; la partida de mi madre…
Mi viejo no se hizo viejo, eso no
intervino en su despedida, más bien se le vino el tiempo encima y ya era tiempo
de dejar el camino libre a otros. Sus cuentos seguían sonando en los oídos de
los niños que lo escuchaban y sus cantos eran cada vez más entonados en las
escuelas que visitaba. Para algunos de esos niños era el abuelito de la
escuela, para otros el jefe de la directora que imponía orden con su presencia,
pero que en cuanto comenzaba a hablar con los chiquillos se transformaba en uno
más de ellos, pero con el cabello blanco y con anteojos.
Seguramente para algunos profesores sería
el “pinche viejo” que iba a revisar
lo que fuera, pero aun esos admiraban el control frente a los niños, la forma
de solucionar situaciones graves como si fueran el pan de todos los días, desde
la inconformidad de papás con algunos profesores o directivos, hasta conflictos
territoriales y sexuales en las aulas desatendidas por aspirantes a docentes
sin compromiso, más atentos del teléfono que de sus alumnos.
Es tiempo que a donde llega lo que se
escucha es su voz: -“¡Quiubo…!”, como
saludo previo a la formalidad del apretón de manos siempre cálido, siempre
amigo, o a la palmada en el hombro para no distraerte, aunque eso sea
inevitable. Indiscreto permanente que ejemplifica con sus hijos lo bueno y lo
malo, que señala sin prisa los errores, como si siempre hubiera tiempo de una
solución inesperada; impaciente en lo suyo, pero no con todos, allí está como
ejemplo su secretaria que nunca aprendió a usar excell, ni “esta mugre
computadora porque es muy nueva”, decía siempre, por eso me apuraba con un trabajito de 3 o 6 horas cualquier
domingo, porque debía tenerlo listo al día siguiente.
Ahora el ritmo será otro, sin presiones,
sin reclamos -salvo los suyos mismos-; tendrá la firme tarea de decidir entre
viajar y comprar una casa más pequeña, entre dormir un poco más y desvelarse
unas horas para ver ese canal que siempre recomienda después de las 23 hrs.,
entre poner una planta frutal o flores en su jardín. Ahora tendrá tiempo para
él, para escapar de los nietos que le encajan casi todos los días, de las hijas
que le hacen ruido a diario, del hijo que… no, no me echaré yo mismo la soga al
cuello…
Es hora de cambiar la pila por una de vida
más tranquila, es hora de seguir otro camino que sin duda costará trabajo, es
hora de avanzar a la siguiente etapa, es hora de ser papá, abuelo, tío, hermano, amigo de tiempo completo y dejar, por fin, en segundo plano la tarea de ser maestro.
Hasta luego.