Los caminos, como los
verbos se conjugan. Nadie sabe nunca cómo deben terminar las historias, pero
cuando conocemos el principio de estas, puede ser fácil recorrer el sendero que
empuja siempre hacia adelante. Los dos, los de esta historia, se reencontraron
veinticinco años más viejos, con las carnes flojas, los vientres abultados,
arrugas en el contorno de sus ojos que decían lo que tenían qué decir, no
necesariamente lo que querían; así, entre bromas y devaneos, la tensión creció
incómoda en la mirada triste de ambos.
Ella nunca borró la
sonrisa, él nunca cerró la boca, ambos ahogaban las palabras con risas también
ahogadas bajo un toldo que los cubría de la lluvia, frente a los testigos que
esperaban la confesión de los labios rojos o el mutis de la cara ajada por la edad,
o tal vez por el acné de su juventud. En aquellos días de los ochentas no se
tomaban en serio por el mismo motivo que ahora no lo hicieron; las palabras
fluían siempre en el mismo sentido, de izquierda a derecha, de él a ella, de su
boca sin aliento alcohólico a los oídos que no querían escuchar.
Después de apenas
unos minutos, ambos coincidieron en la conclusión de que nunca fueron nada aunque
siempre hubo algo. Cuando la frase llegó, el cielo comenzó a llorar asintiendo con tristeza -aunque tal vez, con cierto recelo, se trataba de una lluvia orgásmica- que
ninguno comprendió. Entre esa nada y
aquel algo, se sembró la duda: ¿cómo
pudo ser la historia entonces si, veinticinco años atrás, él hubiera bajado del
coche? ¿cómo debió ser si ella hubiera estado sin su amiga? ¿cómo pudieron sucederse
los hechos si cualquier otra cosa lo hubiera permitido?
Las preguntas
flotaron desde el primer momento hasta el último, nadie las puede contestar, o
mejor dicho nadie quiso hacerlo, aunque cada cabeza presente se preguntó lo
mismo de su propia historia, de la que protagonizan cada día, de la que fueron
parte y siguen siendo. Las complicidades fueron evidentes para algunos, otros
encontraron dónde refugiarse, pero a todos les causó gracia la posible
continuidad de lo pendiente, aunque fuera en el imaginario que compartían,
aunque fuera a partir de los recuerdos que se exageran con los años.
La velada terminó
para ambos con la promesa de una casa, un rancho y camioneta; terminó cuando
después del juego volvieron a la realidad que los rodea, que los limita, que
los envuelve, la que viven lejos uno del otro, tan lejos como veinticinco años
de distancia. La velada terminó cuando ella regresó a su felicidad autoimpuesta
y él se quedó igual que cuando llegó, en medio de un mundo de recuerdos de lo que pudo ser su historia, una historia que fue sólo eso, recuerdo de algo que
nunca existió, pero que pudo ser si se hubiera bajado del coche.
Hasta luego...