Pocas cosas marcan a las personas
como las mascotas. Esos animalitos que muchos siguen considerando un adorno
para la casa y que se llegan a convertir en miembro activo de la familia. En mi
caso dos mascotas, perros ambos, me enseñaron cosas que los humanos no están
dispuestos a compartir.
El primero, Yogui, eran un
pequinés chiflado que sabía ser compañero durante esas largas tardes en que mis
papás me dejaban solo para poder ir a trabajar. El Yogui sabía que cuando el
carro arrancaba la puerta de la cocina se abría para él; tomábamos leche con
galletas o cereal, o cualquier cosa que pudiéramos compartir. Cómplice casi
mudo de travesuras y testigo implacable de otras cosas que no sé cómo se
podrían catalogar. Conoció mis estados de ánimo en la transición de la niñez a
la adolescencia y colaboró con papá a darme serias lecciones de vida.
Una de esas lecciones que más
presentes tenemos todos fue la vez que papá, quien sufría migrañas que
realmente lo tumbaban en cama, me llamó para que le llevara el frasco de
alcohol. Mi respuesta fue la que se puede esperar de un chico frente a la
televisión: “Ahorita”, con la esperanza de que la solicitud fuera olvidada por
quien la requería o por mí. Después de un rato el viejo se levantó, me tomó del
brazo y a jalones me llevó a la cocina sin decir palabra. Yo esperaba una
regañada olímpica acompañada de un considerable bien acomodado coscorrón,
cuando menos, pero lo que hizo papá fue llamar a Yogui, quien a la primera voz
acudió sin dudar. Lo que aprendí es que no hay “ahorita” cuando habla el que
manda.
Este perro, originalmente de mi
hermana que lo abandonó al primer fin de semana de que se lo regalaron, solía
acompañarme en mis caminatas a la loma donde jugaba, y a la tienda, y a la casa
de mis amigos, y a cualquier lado, sin importar que en el camino lo aporrearan
otros perros o mis vecinos. De cualquier forma el Yogui no se rajaba.
El segundo perro estuvo conmigo
hasta hace una horas. Theo fue un perro feliz por ocho años y un poco más. Lo compré
cuando a mi mujer se le atravesó la idea de tener un perro. Primero intentamos
adoptar dos veces pero no funcionó: al primero se lo robaron y, en menos de una
semana, el segundo escapó. A este no recuerdo cómo llegamos, pero íbamos por un
schnauzer aburrido; el Theo, Slinky antes de nosotros, subió por una cercha y
caminó por una repisa hasta llegar a donde estábamos. Él era el elegido.
Aunque hay quienes dicen que
somos exagerados, podíamos ver cuando Theo se reía o cuando enojaba; lo primero
porque las comisuras de su hocico lo delataban y lo segundo porque nos ignoraba
por días enteros antes de dirigirnos de nuevo la mirada y el meneo de su rabo. Si
le comprábamos un juguete, lo celaba hasta la obsesión, pero invitaba a jugar a
quien nos visitaba compartiendo el instrumento de su propiedad; si nos íbamos
de vacaciones sin él, era bien sabido que a nuestro regreso tardaría en
echarnos un lazo con la mirada siquiera.
Gustaba de los niños y no era
ruidoso, cuidaba sus cosas sin ser envidioso (al menos hasta que se hizo
viejo), comía poco y bien, disfrutaba un paseo en coche y entendía que no podía
entrar en casa sin invitación, cuidaba de sus críos como si fuera la mamá, se
reía cuando mi esposa lo hacía bailar y se volvía loco por cualquier pelota que
cupiera en su hocico. Lloró mucho cuando murió su primera pareja y su pareja,
hasta hoy, le lloró mucho a él. Los vecinos han aullado mucho todo el día, y es
que Theo fue bueno con todos, con todos sus hijos, con todos nosotros.
Hasta pronto.