domingo, 25 de septiembre de 2011

Generación

Cargo la fama del decir impertinente, del decir lo que siento sin importar mucho los efectos que eso pueda provocar. Nada más alejado de la realidad. Sí, acepto que pocas veces me guardo aquello que me incomoda y que otras digo lo que pienso –no lo que siento- con poca discreción. ¿Pero qué le hago? Así soy y me tengo que aguantar, aunque en eso se me vaya la lengua. Aprendí lo anterior en el seno de mi familia; la parte materna solía discutir acaloradamente los domingos en la casa de mi abuela. En mi papá siempre observé que más valía ser gritón que agachón, pero que alzar la voz tiene sus pro y contras, según estés entre los que siempre ganan o entre aquellos que pierden algo más que el rumbo.

Otra fuente de aprendizaje fue la generación con la que me formé. Desde pequeño mis compañeros de juegos eran mayores, y la mayoría tenían hermanos más grandes que les heredaban, además de ropa, el gusto por la música, el vestir, el hablar, leer, que también acogí como propio: Credence, Roling’s, Led Zepelling, Janis, Hendrix, las playeras y camisas largas, el buen uso del lenguaje que me caracteriza (chingadamadresosonóchingónmecaecabrónhijo’eputa), y muchas de lecturas de mi febril adolescencia.

Esa generación fue, en parte, la que participó en los diferentes movimientos generados a partir de los 60’s, la que se prendía cuando tenían que secuestrar camiones para quemarlos en los patios de la escuelas de la Uni; la que creía en el Ché y Castro, en Kenedy, Luther King y Malcom X; la que defendía su ideología en el campo, no en la oficina, mientras su ropa se desgarraba por la friega diaria, no sólo en el discurso; la que tomaba lo suyo aunque supiera que se lo quitarían a golpes, si no es que a muertes.

Hoy veo con desaliento que esas luchas, exageradas tal vez, sirvieron para darnos una cómoda libertad de expresión y de acción. Cómoda porque dejaron todo tan tranquilo, que nos desencancharon en la pelea por lo que consideramos justo, aunque también sea exagerado. Nuestros líderes hoy se rodean de gente buena que no sabe pelear, ni pensar, ni aportar; gente que fue entrenada para seguir instrucciones, pero no para decidir en una situación que exija el compromiso; además, es bien sabido que si alguien se atreve a opinar o actuar por sí mismo, corre el riesgo de ser tachado de represor, transgresor, corrupto, malagradecido, irreverente o mínimo como pendejo impertinente.

Lo malo es que de esos somos muchos; lo bueno, es difícil distinguirnos entre la multitud. Lo peor es que no tenemos esperanza: somos parte del gremio y por él nos distinguimos. Nos identificamos por las leyendas en las camisas y las pancartas en la mano, por el cobro seguro y las prestaciones bien logradas que le dan tranquilidad a mi familia, por los discursos preparados en la acera de la improvisación y por los resultados inesperados, que muchas veces rebasan lo planeado y de chiripa salen bien, aunque eso no es garantía, pues no sabemos bien para quién… Aunque de todas formas aplaudimos y seguimos gritando enardecidos –poco convencidos todavía-, sin conocer bien a bien el origen del conflicto -o festejo, según sea el caso-.

Pero vuelvo al origen de esta verborrea terrible. Esa generación con la que me identifico fumaba mota por rebeldía, tenía sexo por diversión y protestaba por lo que consideraba justo, aún a costa de su confort. Mi generación es tibia, pocas cosas reales le apasionan, fuma mota sin disfrutarla, tiene sexo para que no digan que no lo conoce y protesta cuando le indican, porque le enseñaron que es la manera segura de mantener su trabajo.
Amor y Paz.

jueves, 8 de septiembre de 2011

Mi tía


Mi tía siempre me ha parecido bonita, dulce y de mano dura. He tenido la oportunidad de demostrarle que mi apuesta está en mi casa, aunque pocas veces lo ha notado porque no entro en su círculo de sobrinos consentidos. Pero eso no me ha importado, sigo en lo mío como se lo prometí cuando me acusó, junto a otros primitos, de alterar el escudo de armas de la familia, agregándole unas manitas al rostro del tío Moy. Su acusación no tenía fundamentos, y entendí que eso hace ella con mucha frecuencia: acusar sin fundamentos, sólo porque su hígado así lo decide. De eso hace trece años.

Mi tía lleva mucho tiempo al frente de la casa. Primero, como la segunda al mando… pero siempre al mando. Durante todo ese tiempo se le ha escuchado y aplaudido, también se le han criticado y recriminado los cambios –algunos buenos- que ha sufrido nuestro hogar. Sus decisiones, muchas veces sólo deseos, se han convertido en órdenes irrestrictas para quienes no quieren cuestionar nada, con la intención de comer un poco más con menor esfuerzo, para los simuladores, para quienes han ocupado un lugar a su derecha.
Cuando le llegó el turno de ser quien dirigiera los destinos de la casa, pareció enloquecer. De un día para otro las cosas cambiaron, adoptó a Marzano como única religión; puso, quitó y volvió a poner árboles en el patio, bueno, primero fueron palmas, pero como se estresaron las cambió por árbolitos, muy bonitos todos ellos; los poderes que otorgó a sus colaboradores del orden fueron ilusorios porque ninguno ha sido capaz de resolver cualquier cosa sin anteponer un desvergonzado “Hay que consultarlo con ella”. Tal vez era la forma de tender la trampa: hacerla culpable de todas las inconformidades ante la mala administración.

Mis quejas me las he tragado muchas veces porque en esta casa aprendí a remojarlas en el café del Chamán, de Cheli o del seven; nadie entre estas cuatro paredes se atreve a quejarse de nada porque si lo escuchan lo joden, y si alguien se atreve a corear la queja del prójimo también es ajustado. Basta recordar el caso del primo Berrones, que gritó fuerte algunas fallas y como nadie hizo nada por solucionarlas, mejor se fue, antes de que le pidieran irse.

Fachada de mi casa

El problema de mi tía fue, desde mi torpe punto de vista, aplaudir las gracias de algunos inquilinos que ahora esperan pacientes el llamado al bat. Esos inquilinos no dejaron nada bueno durante su estancia en la casa, salvo desconfianza y temor entre los posesionarios que invaden el patio, porque si se manifiestan en voz alta corren el riesgo de perder su terrenito, al parecer su único patrimonio, dada la actitud dócil para hacer lo que se les ordena con la mirada, aunque no estén de acuerdo con la instrucción.

Al parecer, a mi tía se le ha olvidado que lo que hoy se le exige, no es más que aquello que antes ha permitido. Para algunos, me cuento entre ellos, es muy difícil entender cómo ayer, antier y antes de eso también, nos era permitido jugar en la sala con la pelota, aunque rompiéramos los jarrones y mancháramos las paredes. Sí, sabíamos que no era muy bien visto por los vecinos, que por cierto hacen lo mismo, pero ¿cómo está eso que ahora ni la pelota nos quiere prestar? No se vale ¡caramba! ¡Qué falta de coherencia y de sensibilidad!

La raza quiere que se vaya, o al menos que deje de administrar la cena, siempre limitada, siempre con un sabor que no corresponde a su apariencia, muchas veces servida con recelo, como si nos quisiera enviar a la cama sin siquiera un vaso de leche en la pancita. Creo que debe irse... cuando la mayoría lo pide, bajo cualquier pretexto, uno debe marcharse antes de permitir que las paredes se descarapelen más por las uñas y dientes que se calvan en ellas en señal de protesta. Creo que debe irse porque de otro modo quienes aún la admiramos nos daremos cuenta de su necedad, que adjudicaremos a una poca vocación de servicio que estoy seguro no existe.

Cuando mi tía se vaya, espero que antes de doce días, la casa volverá a estar tranquila, al menos por unas horas, mientras se decide quién llegará a sustituirla y bajo qué condiciones. Será entonces, y sólo entonces, cuando algunas voces musitarán cuánto extrañan a mi tía, otros dejarán las palabras en su garganta y los más sonreirán con cierta complicidad por haber logrado algo, sin saber qué precisamente, pero algo al fin.

Hasta luego.