Cargo la fama del decir impertinente, del decir lo que siento sin importar mucho los efectos que eso pueda provocar. Nada más alejado de la realidad. Sí, acepto que pocas veces me guardo aquello que me incomoda y que otras digo lo que pienso –no lo que siento- con poca discreción. ¿Pero qué le hago? Así soy y me tengo que aguantar, aunque en eso se me vaya la lengua. Aprendí lo anterior en el seno de mi familia; la parte materna solía discutir acaloradamente los domingos en la casa de mi abuela. En mi papá siempre observé que más valía ser gritón que agachón, pero que alzar la voz tiene sus pro y contras, según estés entre los que siempre ganan o entre aquellos que pierden algo más que el rumbo.
Otra fuente de aprendizaje fue la generación con la que me formé. Desde pequeño mis compañeros de juegos eran mayores, y la mayoría tenían hermanos más grandes que les heredaban, además de ropa, el gusto por la música, el vestir, el hablar, leer, que también acogí como propio: Credence, Roling’s, Led Zepelling, Janis, Hendrix, las playeras y camisas largas, el buen uso del lenguaje que me caracteriza (chingadamadresosonóchingónmecaecabrónhijo’eputa), y muchas de lecturas de mi febril adolescencia.
Esa generación fue, en parte, la que participó en los diferentes movimientos generados a partir de los 60’s, la que se prendía cuando tenían que secuestrar camiones para quemarlos en los patios de la escuelas de la Uni; la que creía en el Ché y Castro, en Kenedy, Luther King y Malcom X; la que defendía su ideología en el campo, no en la oficina, mientras su ropa se desgarraba por la friega diaria, no sólo en el discurso; la que tomaba lo suyo aunque supiera que se lo quitarían a golpes, si no es que a muertes.
Hoy veo con desaliento que esas luchas, exageradas tal vez, sirvieron para darnos una cómoda libertad de expresión y de acción. Cómoda porque dejaron todo tan tranquilo, que nos desencancharon en la pelea por lo que consideramos justo, aunque también sea exagerado. Nuestros líderes hoy se rodean de gente buena que no sabe pelear, ni pensar, ni aportar; gente que fue entrenada para seguir instrucciones, pero no para decidir en una situación que exija el compromiso; además, es bien sabido que si alguien se atreve a opinar o actuar por sí mismo, corre el riesgo de ser tachado de represor, transgresor, corrupto, malagradecido, irreverente o mínimo como pendejo impertinente.
Lo malo es que de esos somos muchos; lo bueno, es difícil distinguirnos entre la multitud. Lo peor es que no tenemos esperanza: somos parte del gremio y por él nos distinguimos. Nos identificamos por las leyendas en las camisas y las pancartas en la mano, por el cobro seguro y las prestaciones bien logradas que le dan tranquilidad a mi familia, por los discursos preparados en la acera de la improvisación y por los resultados inesperados, que muchas veces rebasan lo planeado y de chiripa salen bien, aunque eso no es garantía, pues no sabemos bien para quién… Aunque de todas formas aplaudimos y seguimos gritando enardecidos –poco convencidos todavía-, sin conocer bien a bien el origen del conflicto -o festejo, según sea el caso-.
Pero vuelvo al origen de esta verborrea terrible. Esa generación con la que me identifico fumaba mota por rebeldía, tenía sexo por diversión y protestaba por lo que consideraba justo, aún a costa de su confort. Mi generación es tibia, pocas cosas reales le apasionan, fuma mota sin disfrutarla, tiene sexo para que no digan que no lo conoce y protesta cuando le indican, porque le enseñaron que es la manera segura de mantener su trabajo.
Amor y Paz.