El Meme era un tipo que vivía en el barrio donde crecí. Era mayor que yo, y lo admiraba por su habilidad para dibujar. Siempre he pensado en él como un genio del lápiz y papel que, con un poco de atención y empuje, pudo haber llegado lejísimos en ese arte que muchos envidiamos. En mi caso casi siempre lo buscaba para pedirle que dibujara a algún cartel de Kiss, un superhéroe o la tira que contara la última aventura de alguno de la cuadra.
Los otros de su edad eran muy grandes para juntarse con nosotros, y se notaba que el papá del Meme estaba satisfecho de que su primogénito nos dominara por su edad, estatura y fuerza por lo que, siempre vigilante, se aseguraba de que su vástago fuera quien escogiera equipo o ganara los volados, pues de no ser así lo llamaba a entrar a la casa, hasta que las condiciones cambiaran favorablemente para su heredero.
A mi madre no le gustaba que me juntara con él; no le parecía correcto que un niño se juntara con un muchacho, y menos si este último decía groserías y promovía travesuras sin el menor dejo de sentido común para su edad. La verdad es que no recuerdo las groserías, y las travesuras no pasaban de robarse las frutas de los árboles que tenía papá en el jardín o subirse, cuando no había nadie en casa, a los columpios que nos habían comprado.
Dejé de juntarme con él en mi adolescencia, cuando comencé a salir con muchachas y dejó de caerme bien que siempre quisiera tener la razón -¡um! ¡Hasta parecía profe de español de la Normal!-. Recuerdo que una de las últimas veces que hablamos, me amenazó estrujándome el cuello de la camisa, frente a su orgulloso papá, e intenté darle un cabezazo en su cara con tan mala puntería que fui a dar al suelo. Los que vieron se rieron mucho, hasta que me puse de pie y, también riendo, le solté un golpe en la boca del estómago, a lo que su papá respondió con otra amenaza que contesté con un zapatazo que lo escamó. Fue cuando me di cuenta que yo era más alto que todos los de mi calle.
Años después de ese incidente, el Meme apareció por mi casa con una actitud distinta. Quería hablar conmigo de una cuenta pendiente. Pensé que iba a pelear y le pedí que fuera otro día, que en ese momento estaba ocupado. Me aclaró que no era eso y que podía no haber otro día. Su comentario llamó mi atención y lo escuché. ¾“Fíjate Carín”, así me decían, “que Dios me habló ayer y…”; ¾“¡A la chingada! ¡¿Qué fumas ahora?!”, lo interrumpí, pero mi comentario no tuvo efecto.
Resulta que iba a pagarme unos dólares que me había robado más de diez años atrás. Me dejó sin palabras por un rato y sólo atiné a preguntarle: ¾”¿Te vas a morir, o qué chingados?”, y no se los acepté; en primer lugar porque ni me acordaba; segundo, porque si no me acordaba no me hicieron falta antes; y tercero, si no me hicieron falta de niño, menos entonces que ya ganaba mi lanita, así que le pedí se los entregara a quien le hicieran falta y nos quedamos platicando mucho rato. (Ahora sé que debí pedirle me los guardara pa’ cuando anduviera igual de jodido que hoy).
Cuando no duermo me asaltan los pingos |
No sé que hizo con el dinero, pero estaba convencido que había sido Dios el de la idea del rembolso y no él que, según dijo, tampoco recordaba haber tomado mis ahorros. ¿Por qué me acordé de esto? Porque no puedo dormir y tengo muchos pendientes, no sólo de trabajo, sino facturas de vida que no he pagado y que, en noches de insomnio, me asaltan y me estrujan las ideas, como el Meme la camisa. No vaya a ser que sea el Dios del Meme que me quita el sueño para que no me olvide de esas deudas. ¿Cómo vas con las tuyas? ¿Un cigarrito?
¡Bueno bye!