El día del maestro es un día de fiesta en mi familia, todos somos profesores: mis padres, mi suegra, mis hermanas, un tío, mi hermano Joaquín, una de mis cuñadas, una prima, la mamá de mis hijas, mi esposa, yo, y así una larga lista de personas relacionadas entre sí, gracias a esta profesión que nos ha mantenido al borde de la butaca por muchos años, disfrutando de la película que se proyecte en la pantalla panorámica de nuestras vidas. Algunas veces el film es de miedo, otras es un drama, pero las más de la veces se trata de una comedia, ligera o de humor negro, que llena cada uno de nuestros días.
No es difícil imaginar un festejo con todos los actores que mencioné en el párrafo anterior, y si a la cuenta incluimos al resto de gremio actoral, nos encontraremos con algo más llamativo que la mismísima entrega de los Oscar, en el teatro Kodak, ahora decorado con mosaicos representativos de La Fe Music Hall, El Regio, Los Generales, El Tío, Las Pampas, cualquier Quinta de primera -o de quinta-, y hasta un modesto patio de escuelita; engalanado por los presentadores que exigen de la concurrencia los aplausos a cada palabra de los invitados de honor, a quienes por cierto nadie puso atención por estar pendiente de que no se lleven las mejores estatuillas; la música corre a cargo de la sinfónica de Los Rejodidos de Nuevo León, o cuando menos del Karaoke.
Los nominados son aquellos que a lo largo de un año desempeñaron su mejor papel: la mejor actuación, la mejor dirección, el mejor asesor, el mejorloquesea… pero todos quieren premio, hasta aquellos que no hicieron nada por ganárselo, salvo estar pensando cómo mejorar la educación del mundo entero o la relación existente entre los procesos cognitivos que ofrece la realidad kafquiana y la validación universal que exigen los órganos de evaluación reconocidos sólo por quienes los han visto. (Hay quienes aseguran que son pocos los elegidos para conocerlos y otros que nunca han existido, que sólo son un instrumento de control institucional; eso se dice).
Los premios de la academia se reparten entre todos, lo que resta es un regalo acorde con la personalidad de quien se lo lleva: un abanico de pedestal para quien necesita ventilarlo; una aspiradora portátil, para tratar de rescatar lo perdido en algún rincón; un par de botellas de vino tinto de la casa Domec, para olvidar que no ganaron nada que les gustara; una cartera, para guardar los comprobantes de compras que hicieron con sus tarjetas; un bolso, para echar lo que quepa en él; un maletín, para ver si al menos guardan los libros que pocas veces ojean; y así, cosas por el estilo.
Los maestros reciben cartas firmadas por sus admiradores cautivos, casi siempre escritas por alguien que espera su reconocimiento en las sombras; pero lo que pocos saben, es que esos maestros homenajeados, buenos o malos, siempre están allí. Ese millón 803 mil 678 maestros registrados, hasta el ciclo escolar pasado, en todos los niveles, sigue siendo poco para combatir la ignorancia que se da más allá de la aulas; todos esos maestros, y no debiera hablar por todos, hacen lo que pueden, y un poco más, por sacar adelante a sus alumnos, sobre todo en educación básica, porque en los otros niveles los alumnos deciden –al menos así debiera ser- qué hacer.
Algunos galardonados suelen ser los que repiten la misma actuación una y otra vez, con los mismos ejemplos y chistes, sin cambiar nada, y que de tanto repetirla se creen que fueron ellos quienes desarrollaron el método científico, los razonamientos matemáticos, la independencia de México, la gramática, la distribución geográfica, la tabla periódica, entre otras cosas, demostrando en cada palabra que son ellos los dueños de la verdad absoluta, hasta que uno de sus admiradores se atreve a preguntar cualquier cosa que está fuera del guión, y se permiten negar el autógrafo indignados por dejar en evidencia su capacidad histriónica.
La tarea docente, decía un mensajito SMS, permite que se comparta el conocimiento mientras el maestro paciente espera su jubilación, como si ésta fuera su mayor premio. No puedo negar que hay maestros que sí ven la jubilación como un logro, sobre todo después de haber pasado cuarenta años frente a grupo, o después de no haber sido descubiertos como aviadores de la educación; pero hay otros que se niegan a ella arguyendo cualquier pretexto: que si carrera, que si el ascenso, que si el aniversario, que si el cheque, que si la otra familia, que si me muero, no importa… no me quiero ir aunque con eso dañe mi imagen, mi escuela, mis alumnos o la relación con mis compañeros y el resto del mundo porque además nunca salgo de mi oficina.
La función llega a su clímax cuando, en el calor del festejo, se disuelve la moral del gremio en los vapores etílicos de la pasión que se desborda al recordar que su trabajo es importante para mantener mareados a los incultos, controladas a las masas y vivos a quienes dirigen la academia con tan atinado pulso y con la herencia a cuestas… ¿Qué pasó con los “Maestros deadeveras” que disfrutaban su trabajo? ¿se acabaron en serio? ¿sobrevivieron al menos sus ideales? Sus vidas deben ser ejemplo para aquellos que sólo ven a esta profesión como un trabajo, para aquellos que buscan el sueldito seguro para poder aventurarse a vender zapatos, ropa usada, chorizos o estudiar otra cosa que les permita mayores ingresos que los que aporta esta tarea que, si no deja nada al final, nos permite siempre estar al borde de la butaca.