En los últimos días me he topado con varias adaptaciones de este cuento, algunas en libros, revistas, páginas de internet, referenciadas por otras personas, etc., pero indudablemente la que ahora presento es la que cuenta mi papá a mis hijas y sobrinos cada que se lo piden, pero también es la versión que, aunque un poco cambiada por mí, le contaban cuando era niño… no hace mucho.
El granjero estaba furioso porque desde hace días su huerta estaba siendo atacada por alguna plaga que se comía sus verduras, y por más trampas que instalaba no había podido atrapar nada, sino que también se comía la carnada. Alguien le aconsejó cercar el huerto sin dejar hueco alguno, pero tampoco funcionó; después le recomendaron hacer un monigote de cera y ponerlo en la salida de lo que parecía una madriguera.
Esa noche asomó sus bigotes el conejo que había estado comiendo a costillas del granjero; su sorpresa fue ver que un pequeño hombrecito inmóvil cuidaba atentamente la salida de su madriguera. Con mucha cautela se acercó al fiel guardián pero notó que éste no se inmutaba por su presencia.
‑“Buenas noches amable señor”, habló el conejo, “¿podría hacerme el favor de dejarme pasar para que pueda comer algo esta noche?”
No recibió respuesta…
‑“¡Hey, señor! Déme chance de cenar, tengo hambre y no quiero que se me haga más tarde…”
Otra vez nada, sólo silencio…
‑“Si no se mueve me veré forzado a darle un golpe de conejo marigüano y no le va a gustar… No es una amenaza, pero su grosería de no contestar, se ha ganado mi grosería también.”
Cuando el conejo no recibió respuesta, en su desesperación dio un manotazo al monigote, pero su sorpresa fue mayor cuando su puño quedó atrapado en el cuerpo inerte del vigía.
‑“Señor, no fue mi intención molestarlo, ¿podría soltar mi mano?”, pero el monigote de cera no contestó, “Si no me suelta”, dijo el conejo, “sabrá lo que es la furia de un conejo” y dio otro golpe al guardián con el mismo resultado.
‑“Señor, le voy a patear hasta que me suelte las manos ¿eh?”, y sus patas quedaron atrapadas; intentó morder al cuidador inanimado pero su hocico quedó también atrapado en la cera.
El granjero lo encontró en esa postura incómoda y lo encerró para comérselo más tarde; pero mientras esperaba el conejo su sacrificio apareció el coyote que le preguntó el motivo de su estancia en ese lugar.
‑“Fíjate amigo coyote que estoy esperando al tonto granjero que me invitó a cenar, pero el terco me quiere dar a cenar gallina, y eso no me gusta; yo prefiero verduras o algo así… ¿quieres quedarte en mi lugar? Yo ya me voy a mi casa, no estoy dispuesto a comer algo que me puede hacer daño…”
‑“Si me gustaría conejito, pero ¿qué pensará el granjero?” contestó el hambriento coyote al mismo tiempo que abría la pequeña jaula en la que se encontraba el conejo.
‑“¡Ah! No te preocupes por eso, es muy amigo mío y le pienso avisar que ya me voy y que te quedas en mi lugar.” Y se fue el conejo aguantando la risa.
Cuando el granjero volvió y encontró al coyote cómodamente sentado, no pensó en darle otra cosa que una paliza que dejó al pobre animal con la carne viva, medio muerto, igual de hambriento y muy enojado con el conejo, por lo que salió huyendo de la hacienda y dispuesto a encontrar al tramposo que le provocó tanto dolor.
Unos días después encontró el coyote al pendenciero roedor distraído mientras removía un pozo con una vara.
‑“¡Ah, maldito conejo tramposo! ¡Por fin te encuentro y te voy a comer!”, pero el conejo no le puso atención y seguía con su tarea, lo cual llamó la atención del coyote. “¿Qué haces con esa vara en ese pozo?”
‑“¡Ay, coyote! Me enteré de lo sucedido, pero no fue mi culpa”, decía el conejo sin interrumpir su movimiento, “lo que pasó es que no alcancé a avisarle al granjero y creyó que me habías comido; pero escucha, acerca tu oreja al hoyo que estoy meneando, estoy preparando chicharrones para ti; acéptalos como muestra de mi vergüenza por lo antes sucedido.”
El coyote acercó su oreja al orificio en la tierra, y efectivamente escuchó el ruido que hacen los chicharrones en el aceite hirviendo.
‑“Oye coyotito, hazme un favor. Cuida los chicharrones mientras voy a preparar la salsa, pero no los dejes mucho tiempo. Yo creo que en cinco o diez minutos estarán listos, ¿los sacas?”
El coyote aceptó la disculpa del conejo y esperó paciente los cinco minutos para sacar los chicharrones del pozo, pero cuando asomó la cabeza dentro del agujero vio un hervidero de serpientes que lo mordieron una y otra vez en el hocico hasta dejarle apenas un pedacito de nariz y la lengua hinchada. Cuando por fin pudo librarse de las víboras, salió corriendo en busca del conejo hasta que lo encontró llorando en la orilla del rió.
‑“¡Ahora sí, conejo! ¡No me importa lo que digas, te vas a morir!”
‑“¡Sí, amigo coyote, merezco la muerte!”, dijo desconsolado el conejo, “Pude ver cuando las serpientes entraron al pozo para comerse los chicharrones, pero no pude avisarte porque del susto solté el queso que te llevaba y se me cayó al fondo del río… ¡Mátame! ¡Soy un tonto al que no le sale nada bien!”
‑“¡Qué queso ni qué ojo de hacha! ¿Dónde está? ¿A ver? ¿Dónde está?”
‑“Allí, en el fondo del río”, dijo el conejo mientras señalaba el reflejo de la luna en el agua. “Sácalo coyotito y será todo para ti; ¡es más! Deja que te ayude atando a tu cuello una piedra que te lleve al fondo del río para que no batalles.”
Y el coyote aceptó.
Moraleja: Hay que ser conejo, no pendejo.
Benavides S., O. M. Hacienda Sta. Engracia. Hidalgo, Tamps. Primavera