Siempre me han gustado las máscaras; sobre todo aquellas que aparecen en la televisión los sábados por la tarde, en la lucha libre. Por alguna razón las máscaras, aunque no lo aceptemos, nos llaman la atención y seríamos capaces de usarlas si no se nos tachara de pendejos con máscara.
¿Quién que rebase los treinta no recuerda alguna vez haber jugado a ser el zorro, batman, el santo, o algún otro luchador enmascarado?; recuerdo que cuando niño exigía a mi abuela me hiciera antifaces con los retazos que ya no servían y también recuerdo sus regaños cuando, en mi alucine, desmadraba la magitel para usarla como mascara aunque oliera a rayos.
Recuerdo haber salido muchas noches, sin necesariamente ser hallowen, usando maquillaje fabricado con latex, colodión, avena y gelatina; nada espectacular era cuando sólo salíamos mi hermano y yo con capa a la calle simulando ser vampiros, hasta que descubrimos cómo hacer moldes de yeso para fabricar nuestras máscaras, bajo la inspiración de Misión Imposible, Serlock Holmes, Fredy Krouger y los programas que explicaban los procesos de maquillaje de las películas.
Lo anterior me trajo considerables ganancias durante mi estancia en la Uni, pues gané concursos de disfraces e hice dinerito maquillando a muchos de mis compañeros y compañeras para sus fiestas. Nunca faltó un loco que estuviera dispuesto a pagar una buena lana por una máscara en la que invertía no más de 200 pesos.
También recuerdo una ocasión en que mi amigo Napo Barrera me pidió que fuera enmascarado con sus alumnos de teatro, haciéndome pasar por un luchador que nadie conocía y, como no estaba nada panzón y tampoco tan jodido, los niños lo creyeron, lo malo es que andaba crudo, hacía un calor de mil demonios, la maldita máscara, negra por cierto, no tenía orificio para la boca y Napo me pidió que no me la quitara para que los niños no perdieran la ilusión… ¡Pinches Niños! ¡Pinche Napo!
Al margen de lo que se pueda pensar, quienes me conocen saben que sigo usando máscara: la del gruñon, la del grinch, la de insensible y anarco (como diría el Fer); pero no es la única que he usado, por un tiempo, largo por cierto, fue la guitarra que me protegía, como al cabazorro, de sociabilizar con los demás, que me convertía en el centro de atención y que se convirtió, para muchos, en el único motivo para invitarme a sus fiestas.
También uso barba y mal me rasuro para, según yo, ocultar una parálisis facial que me pegó hace años; dicen que no se nota, pero me siento más seguro con mi barba canosa y mal alineada.
Las máscaras siempre nos acompañan a todos lados y todos los días. Nada hay mejor que usar una cuando no tienes ganas de trabajar pero necesitas que nadie se entere; o cuando alguien te cae mal y le tienes que saludar de mano por cortesía; o aquellas que se usan para disimular, mentir, persuadir, joder, evadir, pedir, pelear, ganar, convenir, etc., o las que se usan para esconder lo que se siente y piensa, las que se usan como defensa, como barrera personal.
Esas últimas máscaras son las que pesan, las que tienes que mantener para no perder credibilidad, para no sentirte vulnerable. En mi caso acepto que me gustan las máscaras y que uso la mía, una muy difícil de quitar a estas alturas del partido.
Hasta luego...
¿Quién que rebase los treinta no recuerda alguna vez haber jugado a ser el zorro, batman, el santo, o algún otro luchador enmascarado?; recuerdo que cuando niño exigía a mi abuela me hiciera antifaces con los retazos que ya no servían y también recuerdo sus regaños cuando, en mi alucine, desmadraba la magitel para usarla como mascara aunque oliera a rayos.
Recuerdo haber salido muchas noches, sin necesariamente ser hallowen, usando maquillaje fabricado con latex, colodión, avena y gelatina; nada espectacular era cuando sólo salíamos mi hermano y yo con capa a la calle simulando ser vampiros, hasta que descubrimos cómo hacer moldes de yeso para fabricar nuestras máscaras, bajo la inspiración de Misión Imposible, Serlock Holmes, Fredy Krouger y los programas que explicaban los procesos de maquillaje de las películas.
Lo anterior me trajo considerables ganancias durante mi estancia en la Uni, pues gané concursos de disfraces e hice dinerito maquillando a muchos de mis compañeros y compañeras para sus fiestas. Nunca faltó un loco que estuviera dispuesto a pagar una buena lana por una máscara en la que invertía no más de 200 pesos.
También recuerdo una ocasión en que mi amigo Napo Barrera me pidió que fuera enmascarado con sus alumnos de teatro, haciéndome pasar por un luchador que nadie conocía y, como no estaba nada panzón y tampoco tan jodido, los niños lo creyeron, lo malo es que andaba crudo, hacía un calor de mil demonios, la maldita máscara, negra por cierto, no tenía orificio para la boca y Napo me pidió que no me la quitara para que los niños no perdieran la ilusión… ¡Pinches Niños! ¡Pinche Napo!
Al margen de lo que se pueda pensar, quienes me conocen saben que sigo usando máscara: la del gruñon, la del grinch, la de insensible y anarco (como diría el Fer); pero no es la única que he usado, por un tiempo, largo por cierto, fue la guitarra que me protegía, como al cabazorro, de sociabilizar con los demás, que me convertía en el centro de atención y que se convirtió, para muchos, en el único motivo para invitarme a sus fiestas.
También uso barba y mal me rasuro para, según yo, ocultar una parálisis facial que me pegó hace años; dicen que no se nota, pero me siento más seguro con mi barba canosa y mal alineada.
Las máscaras siempre nos acompañan a todos lados y todos los días. Nada hay mejor que usar una cuando no tienes ganas de trabajar pero necesitas que nadie se entere; o cuando alguien te cae mal y le tienes que saludar de mano por cortesía; o aquellas que se usan para disimular, mentir, persuadir, joder, evadir, pedir, pelear, ganar, convenir, etc., o las que se usan para esconder lo que se siente y piensa, las que se usan como defensa, como barrera personal.
Esas últimas máscaras son las que pesan, las que tienes que mantener para no perder credibilidad, para no sentirte vulnerable. En mi caso acepto que me gustan las máscaras y que uso la mía, una muy difícil de quitar a estas alturas del partido.
Hasta luego...