Hablar de Harry Potter en estos días no es novedoso. Este personaje inglés se ha sabido posesionar de la plática en el café y en el aula. Unos dicen que es un gran fenómeno, que llevó a la lectura a tomar de nuevo un lugar privilegiado entre los adolescentes que la habían dejado por la televisión o los video juegos; otros señalan que los chavos se identifican con el personaje por tratarse de un adolescente que vive lo mismo que ellos y los más simples dicen que por guapo.
Lo anterior me parece una gran exageración en dos sentidos. Primero porque si bien los adolescentes volvieron a la lectura por Harry, en realidad no la habían olvidado, o porque ese comentario encaja en una cultura distinta y distante a la nuestra; segundo, porque no todos los adolescentes padecen la orfandad (aunque pareciera que sí, sobre todo aquellos que viven con padres que trabajan todo el día), pero sobre todo porque la mayoría de los adolescentes en nuestro país no acuden a colegios de paga o internados que se comparen con Hogwarts, sin contar lo tenebroso que cualquier escuela pública tiene en sí misma.
Es cierto que la obra de Rowling ha sido un fenómeno comercial que ha roto muchos récords de ventas en el mundo, y que ha logrado capturar la atención de muchos niños, jóvenes y adultos; debo decir que son pocos los amigos que aceptan públicamente no haber leído ni uno solo de los libros de esta autora; por mi parte confieso haber leído sólo el primero y la mitad del segundo, con mucho esfuerzo para no dormirme en el proceso.
En nuestra ciudad, y en cualquier otra de este país, no es fácil convencer a los jóvenes para que lean: o de plano lo rechazan o argumentan pretextos, válidos de cierta forma, tales como lo costoso que son los libros ante la película que se exhibe con la novela como referencia.
Habrá quienes digan que lo que acaban de leer es digno de la excomunión docente pues ¡¿cómo me atrevo a comparar el libro con la película?! Pero es verdad. Las películas, particularmente las de Harry Potter, están bien hechas, todas guardan la esencia del libro, son más económicas para nuestros jóvenes alumnos, sobre todo en miércoles, duran poco más de dos horas que se acompañan de palomitas, nachos, soda y hasta un buen amigo o amiga, según prefrencias.
La última entrega cinematográfica de Potter me pareció la más atractiva, vista como maestro y desde mi memoria como alumno. Plantea la posibilidad del aprendizaje significativo colectivo, motivado por el interés de bloquear lo realmente importante de la educación en Hogwarts. ¡Ojalá así lo entiendan mis hijas y alumnos!
Explico, con la condición de que si no has visto la película vayas al cine, o al mercadito, para confirmar lo que te digo. Resulta que el Ministerio de Magia envía al colegio a un visor para regular y vigilar las formas de enseñanza que se ofrecen allí, pues se dice que últimamente se han presentado situaciones poco convenientes, políticamente hablando, al suponer que el director de dicha escuela busca el cargo máximo en el Ministerio. (Si, sigo hablando de la película)
Ante esta situación, y habiendo comprobado que realmente se ofrecen muchas libertades a los estudiantes, el Ministerio, a través del visor, decidió restringir el uso de la magia dentro de las aulas, (no perdamos de vista que es una escuela para magos) pues parece poco favorable que los alumnos aprendan en la práctica, provocando que las clases se vuelvan teóricas.
Los alumnos, que buscan aprender algo que realmente les sea de utilidad, se organizan para poner en práctica sus conocimientos teóricos, acción que molesta a la autoridad por no tener el control de lo que hacen los estudiantes. Al cabo de algunas escenas y algunos actos de represión, los alumnos se revelan abiertamente tomando la escuela y amenazando con continuar con su protesta si no les enseñan lo que necesitan aprender, y no sólo lo que las autoridades consideran debe impartirse en tan peculiar institución.
Líneas antes mencioné que me gustó la película, y tengo días, si no años, preguntándome ¿cuándo nuestros alumnos tomarán la iniciativa de reclamar, de exigir, lo que les corresponde como estudiantes? ¿cuándo entenderán que si no reaccionan ante su propia indolencia no podrán avanzar? Quieren el reconocimiento, si, pero sin mucho esfuerzo, bajo el pretexto de no saber qué hacer o cómo hacerle para lograr que el maestro cumpla con su trabajo.
No estoy incitando a que los alumnos tomen las aulas, no es esa la idea, pero tampoco se trata de que se queden cruzados de brazos esperando a que alguien venga y les resuelva la vida; no sugiero que sacrifiquen sus ratos libres, como sucede en la película, para aprender cosas realmente interesantes, sino buscar y aprovechar los momentos destinados al aprendizaje.
Los alumnos con los que he tratado siempre se quejan de que “el profe no enseña nada”, cuando en realidad, muchas de las veces, no entienden lo que les quiere decir y no le quieren preguntar para no verse tan burros; pero si les toca de suerte un maestro que quiera trabajar en serio, se refugian en su concha más grande para evadir a ese compromiso.
Difícilmente imagino a mis alumnos organizando grupos de estudio para satisfacer sus propias necesidades de aprendizaje; igualmente difícil sería verlos entusiasmados con la idea de compartir abiertamente lo que saben, no por envidia, sino porque no confían en su propia capacidad para hacer las cosas bien, a la primera o la segunda o a la tercera... Siempre buscan excusas, pretextos; inventan disculpas que no resuelven nada su situación de apatía hacia el futuro que les espera.
Entre menos trabajo les ponga el profe, mejor. Nada es más molesto que un maestro que encarga leer lo de la clase de mañana, -“al cabo si no leo ahorita, leemos todos en el salón”; todos quieren un profesor comprensivo que encargue ver la tele –“pero lo que a mí me gusta ver, no lo que él quiera”. En la secundaria eso es natural, son adolescentes, y aunque no es excusa suficiente, se puede perdonar su ignorancia y comodidad pues el futuro lo ven lejos todavía, ¡pero en las formadoras de docentes!
Algunos de mis alumnos tienen las oportunidades limitadas, a veces por lo económico y otras por su ineptitud, y si a eso le sumamos que un buen porcentaje de ellos no se interesa en lo que hace, ya se imaginan el tipo de estudiantes que son, ¡o peor aún! ¡El tipo de profesores que serán!, sobran las palabras.
En nuestras escuelas no estamos limitados por un Ministerio, bueno, al menos no como en la película; y nuestros alumnos tienen el derecho de aprender lo que necesitan aprender, lo que realmente importa, lo útil. Ese plus que exigimos como alumnos de brazos cruzados no va a llegar así nada más porque sí, tenemos que buscarlo o hacerlo si no existe.
Siempre he creído que la fuerza nace de la razón y que si nuestros alumnos, algún día (no pierdo la esperanza), alzaran la voz con argumentos suficientes para convencerse a sí mismos, antes que a sus maestros, de lo que realmente necesitan aprender para sobrevivir en un mundo de locura como este, todo sería distinto en las escuelas y en el trabajo docente.
No sé cómo sería el mundo si realmente existieran Potter y sus amigos, seguramente no serían un grupete que simula cantar con ropas de colegiales (¿o si?); es más, no imagino, sin considerarme un fan, el mundo sin Harry Potter en las librerías, revisterías, vídeo clubes, jugueterías, el cuarto de mis hijas. Lo que sí sé, es que es más fácil ignorar el mensaje de “La orden del Fénix” que trabajar de a deveras en lograr que nuestros alumnos cumplan con lo que señalan los programas, que por cierto, no es muy diferente a lo que muestra la película, salvo por aquello de magia.
Harry Potter no defiende el mundo real, pero defiende su forma de aprender aunque sea ficticia; como profesores, tenemos la obligación de no convertirnos en visores de ningún ministerio que limite la libertad de nuestros alumnos, tenemos que obligarnos, desde la aulas de las normales, a dar lo mejor que tenemos en la trinchera que nos toque defender.