martes, 3 de julio de 2007

El Santito

Por: Oscar Benavides

Aparentemente aquí no pasa nada pero la realidad es otra. Desde que apareció, las cosas han cambiado, naiden se explica el cómo o el por qué. Lo que es un hecho es que todos sabemos que ha venido a cuidar del pueblo, al menos eso dice Don Curita cada domingo desde que’l santito comenzó a llorar.

Pocos nos acordamos cómo vino a parar aquí, y la verdá es que’se recuerdo me parece muy lejano, como si juera un sueño mal’ogrado, hasta borroso lo veo.

Hace mucho, cuando todavía era un chamaco, mi papa me trajo a la estación pa’ recoger la semilla que habíamos estado esperando desde tiempo atrás; le habían prometido que llegaría ese día puntualmente en el tren de las cuatro; curioso que dijeran que a las cuatro porque el tren ese nunca jue puntual; es más, a veces ni se paraba.

Ese día, como un milagro, el tren se apareció a las tres cincuenta, eso dijo mi papa nomás viendo la sombra del “tuerto”, mi burro. A mí me sigue pareciendo que lo dijo sólo pa’ sorprenderme, y pos lo logró.

Güeno, la semilla no llegó pero, en su lugar, llegó un padrecito con un monigote cargando. El padrecito era viejo, más que mi papa que’n ese’ntonces apenas se’staba quedando pelón; el monigote se parecía a él, al padrecito, pero más joven; tenía una mano en puño y la otra apuntando de frente como regañando a alguien, tenía también la cara enojada, o eso me pareció entonces. ¡Ah! También estaba sentado y parecía queiba montando al padrecito mientras le indicaba qué camino seguir amenazándolo con un coscorrón si no le hacía caso, quizá por eso lo recuerdo con esa cara de gendarme.

No podía imaginarme pa’ qué llegaron al pueblo; el domingo me’nteré: llegaron pa’ quedarse, o al menos el monigote porque Don padrecito se murió a los pocos días de haber llegado; unos dicen quesque lo mordió una víbora mientras se acomodaba en la letrina; otros dicen que se lo llevó el diablo; pero según yo, se jué ansí nomás, dejándonos al “mono sentado” pa’ ver que hacíamos con él.

A los pocos meses llegó Don Curita, el mismo que tenemos todavía en la iglesia. Parece que a él no le gustaba el mono ese, pero no se atrevió a tirarlo pensando que’ra importante pa’l pueblo. Lo que hizo jue ponerlo en un rincón, junto al portón que al estar abierto no permitía que se viera, a menos que uno se metiera detrás de’l.

Con el tiempo, todos se olvidaron del monigote... menos yo. Casi todos los días lo iba a ver aunque juera un ratito. De primero me daba harto miedo, pero siempre me ganaba la curiosidá, ya luego era nomás eso: curiosidá, pura curiosidá. Quería saber quién era ese mono y esperaba que me lo dijera él mismo, pero nunca lo hizo.


Un día que’staba escondido tras el mono, tuve la sensación de que el muy cabrón observaba el atrio desde su rincón, parecía no entender qué hacía en ese lugar. Su puño perdió fuerza y su mano, la que señalaba, perdió dirección. Eso me pareció. Me dio lástima. Su cara de enojado preguntaba. Naiden se dio cuenta, sólo yo.

Tal vez le caía gordo el Santo Niño que recibía visitas todo el día, siempre; o San Francisco que’staba en mejor lugar que’l. Acá nomás yo lo visitaba y según mi humor le hablaba pa’ no estar hablando solo...

Jué’n ese tiempo que’lla entró por primera vez a la iglesia. Traiba la cabeza cubierta y la falda larga de color azul... y zapatitos blancos; no enseñaba la rodilla y apenas se veía la mitad del chamorro, pero su blusa no dejaba mucho a la imaginación: tenía un gran... una gran... un gran agujero pa’ meter la cabeza y eso dejaba ver sus pechos llenitos y encendidos, mirando siempre pa’rriba, distraídos. Si se le ponía atención, podía uno ver cómo latía su corazón, y cuando respiraba parecía que se leiba a reventar la piel. Era morena. No mucho, bueno, casi blanca. Seguro yo la veía morenita porque aquí adentro no hay mucha luz.

Esa primera vez no nos vio. Ni muchas otras, pero no teníamos prisa. Noté que’l mono temblaba cuando escuchábamos sus zapatitos pasar aquí juntito, y cuando creíamos que’staba a punto de voltiar a vernos, nos sudaban la frente y las manos. ¡Pobre mono! Con su mano cerrada tenía que aguantar el sudorcito vaya a saber desde cuando.

Después de mucho, comenzamos a desesperarnos al verla pasar sin que nos viera. Siempre lenta, seria, bonita... Decidimos hacernos notar la siguiente vez: él se quiso parar y yo pos, lo ayudé. El mono no pudo desdoblar las piernas a tiempo y se jue de hocico, medio metió las manos pero sus dedos se quebraron, y como el puño lo traiba engarrotado, pos se rompió la nariz y se raspó la frente. Se veía curioso así empinado. Solté la risota cuando pensé que sus nalgas estaban tomando un respiro.

El plan funcionó. La muchacha voltió a vernos con curiosidá. Se me acabó la risión. Don curita corrió a ver que había pasado; lo monaguillos y otros se pusieron a querer levantarlo y en el intento le quebraron los dedos de los pies. En eso ella ya se había ido...

Don curita me hizo levantar los pedazos del monigote que’staban regados por el piso y me obligó a que los tirara. Yo no quería, pero no podía negarme a Don curita. Más tarde volví por ellos y como pude se los jui poniendo al mono ese. A lo mejor no quedaron bien, pero no podía quejarse. Es mejor tener dedos chuecos que no tenerlos... ¿la nariz? La nariz, güeno, sólo encontré un pedazo, el otro se lo hice de lodo y lo pinté. Hasta creo que le quité lo enojado. Con los días nos acostumbramos a su nariz y dedos chuecos.

Un domingo que llovía llegó la muchacha toda mojada. Le escurrían las greñas y la ropa no servía pa’ cubrirla. Se adivinaba su cuerpo, sus caderas y nalgas, su cintura y sus pechos más encendidos que siempre y ‘ora mirando de frente, duros, duros... sus hombros se sentían suaves, güeno, eso creo. Su cara, su cara se veía rechula, ojos grandes y una risita burlona dibujada en su boca. Parecía saber que nos tenía locos a éste y a mí.

Vino a nosotros, se arrodilló frente a mí viendo al mono. Sus labios apenas se movían, delgados y de un rojo pitaya que me tenían embrujado. No podía quitarle la vista de encima. El mono no quería voltiar a verla pa’ evitar asomarse en el agujero de la cabeza que dejaba ver sus pechos apuntando hacia él; cuando ella alzó la cara ninguno de los dos pudimos evitar imaginarla desnuda.

Yo salí corriendo. Él tuvo que seguir en su lugar haciendo como que no quería verla. ¡Qué lástima me da ese monigote! ¡Qué envidia! Ella le pedía algo y él no sabía qué hacer. ¡Qué va’saber ese cabrón! ¡Nunca ha hecho nada por naiden! ¡Por eso envidiaba a San Francisco y al Santo Niño!


Cuando paró la lluvia volví con la idea de preguntarle si la podía ayudar. No la encontré, pero volvió cada vez con más frecuencia a vernos. Yo me’sforzaba pa’ oir lo que’lla decía. A veces pedía dinero pa’ la medicina de su mamá y yo me robaba las limosnas pa’ llevarlas a su casa por las noches; un día escuché que quería otro trabajo y hablé con Don curita pa’ que la’yudara a cambio de que yo limpiara todo esto de’a gratis; además, así la iba a ver de cerquitas todos los días.

Jué’ntonces cuando oí que un hombre la molestaba y que otro la asustaba mucho. Esa noche esos hombres no salieron a la calle y desde’ntonces naiden los ha mirado.

A veces pedía cosas pequeñas y otras veces quería grandes milagritos. Mientras yo pudiera la’yudaba; al fin y al cabo por algo era el que cuidaba de’ste mono que no sabía hacer nada más que’star sentadote...

Su mamacita se murió y vino a pedirnos un hombre pa’ no quedarse sola. Dijo que quería sentir no sé qué, dijo quesque la humedad se le acababa, que ya no quería llorar sola; dijo algo sobre la lluvia y las ganas de sentir calor.

Sentí cuando el mono tembló como siempre que’lla llegaba. Yo también temblé. No creo que’ste haiga sentido lo que sentí porque sé que no tiene lo que yo tengo... ¿Que cómo me di cuenta? Cuando se cayó de hocico y quedó con las nalgas paradas vi que no había nada bajo el faldón. ¡Pobre mono!

Yo hervía por dentro y creo que’lla lo notó porque voltió a verme y de inmediato se jue a su casa. La seguí pa’ cuidar que su deseo se cumpliera. Entré en su casa y en ella sin pedir permiso. Al principio gritaba y después no; sólo me miraba de fijo, no decía nada. No paré hasta que sentí un calambrito en la panza que me dio miedo, creí que meiba a morir.

Cuando me repuse salí de allí y en el camino no podía dejar de imaginarme sus ojos tan abiertos y la cara del mono enojado, pero tampoco podía dejar de sentir su carne calientita por dentro, ni el sabor de sus chiches llenando mi boca, ni el ruido de sus gritos que poco a poco fueron disminuyendo hasta quedar muda... jué cuando entendí lo que había hecho y me asusté.

Me eché a correr y llegué aquí mismito. El mono me miraba de fijo, como ella lo hizo también. No sé si estaba enojado como cuando llegó, o si nomás estaba con la cara chueca después del trancazo; tal vez me miraba diciendo: -“¡Pobre hombre! ¡Qué lástima me da!”

Le grité que no me tuviera lástima, que’l era el pobrecito porque no podía hacer nada como hombre.

Me miro de fijo...

Los gendarmes vinieron por mí y lo vieron llorar. Les platiqué lo que había pasado y me encerraron.

Después me’nteré que’l mono ahora era un Santo y que hacía milagros.

Yo sabía que’l único milagro que hacía era llorar y eso porque era el sudor que se guardó frente a la muchacha.

...

Hace un año me soltaron y vine a ver al “Santito”.

Sigue llorando... Yo también.

¡Vaya que las cosas han cambiado! Ahora la gente viene desde lejos pa’ vernos sólo a nosotros.