lunes, 19 de abril de 2010

Feliz cumpleaños para mí.

Con frecuencia olvido mi edad por aquello de estar rodeado de gente joven, casi siempre más joven que yo; sin embargo, este año será difícil pasarla por alto una vez más porque estoy rayando, como dijo mi papá este fin de semana, “en los cuarenta, la mitad de la vida, que ahora sigue cuesta arriba”.

Desde hace algunos meses en mi escuelita comenzaron a preguntar sobre mi cumpleaños, a tomarlo como pretexto para almorzar todos juntos en la biblioteca como se ha hecho desde hace años con el mismo motivo pero con diferentes protagonistas. Me negué a ser partícipe de tal cosa, no por hacer desaire, sino porque me parece incómodo y poco honesto de mi parte prestarme para esta práctica particularmente en mi cumpleaños.

Poco honesto porque, siendo Secretario General me pongo de pechito para que se digan cosas que he evitado –o quiero evitar- entre mis compañeros; es decir, si no estuve de acuerdo en cooperar con las cantidades que se solicitaron para los festejos de la Subdirectora y Directora, porque me parecieron excesivas, mucho menos permitiría que se solicitaran cantidades similares para mi festejo, cosa imposible (aquí parte de lo incómodo) porque ese mismo día se festejaría a un amigo que tiene más don de gente que yo, y no hubiera sido justo que él pasara a segundo plano, sólo por ser yo el delegado, como pude apreciar cuando se me preguntó qué quería de convivio. Otro motivo que me incomodaría, argumenté en aquella ocasión, sería el hecho de recibir felicitaciones de aquellos con quienes no me llevo bien, de aquellos a quienes evito y me evitan; ¡Vaya! Me incomoda incomodar.

Este viernes se preparó un almuerzo para los festejados en abril y me fui. Hoy recibí felicitaciones contadas, pero creo que honestas de aquellos a quienes estimo y considero me estiman… eso me gustó más que cualquier almuerzo. Claro que me hubiera gustado departir con ellos, pero fuera de la escuela, en un ambiente más personal y menos presionado por el tiempo de continuar con el trabajo pero no se pudo. Ya habrá ocasión, aunque sea con otro pretexto.

El sábado mi familia preparó una reunión rápida. Inicialmente yo había comentado que quería mi fiesta en Plaza Sésamo para bailar con Elmo, Beto, Enrique, Big Bird y el come galletas, acompañado de mis amiguitos –casi todos mayores que yo-, pero no se pudo por cuestiones de tiempo; después una de mis hermanas consiguió un salón de fiestas que incluía el show de “Platanito”, pero no quise por el gasto que implicaba; así que la opción fue esa fiesta rápida con mis tíos: Mirthala, Orfelio y Tuto; dos primos: Ricardo y Patricia; sobrinos, y mi padrino, a quien no veía desde hace un chingo.

Platicamos todos a medias, promesa de continuar después cada tema inconcluso; recibí muchos mensajitos; y hoy vi en mi correo-e y Face Book más mensajes de alumnos y amigos. ¡Mucho pedo!

Feliz cumpleaños para mí.

martes, 13 de abril de 2010

Un tal Urdimalas

Nos sentamos en torno a mi Tía Elodia, una ancianita de 83 años que tiene el vigor de 38. La plática era rica en recuerdos que lograban despertar las imágenes evocadas de quienes la escuchábamos. Un nombre salió a relucir: Pedro, Pedro de Urdimalas. Dicho personaje es el protagonista de un cuento que mi tía contó esa tarde-noche en su cocina y que ahora me atrevo a transcribir sin tantos vericuetos.

Pedro de Urdimalas era un joven jugador al que nadie quería enfrentar porque siempre ganaba las partidas. Un día, desesperado por no hallar un contrincante que tuviera el suficiente valor para apostar, retó al mismo demonio que lo despojó de su fortuna. -“¡Te apuesto la vida contra todo lo que me has ganado, en una sola carta!”, dijo Pedro desesperado.

El demonio aceptó la apuesta y ganó la vida de Urdimalas; lo ató a su caballo y lo llevó casi arrastrando por muchas horas, siempre al oeste, donde el paisaje cambia de verde vivo a café seco, con tierra colorada y piedras puntiagudas. Llegaron a la boca de una cueva oscura y entraron. En las paredes, como si estuvieran labradas, se veían los rostros de personas con muecas indescriptibles: algunos mostraban sus dientes filosos, otros la lengua colgando entre los labios lodosos, los menos grotescos no tenían ojos o mejillas, pero eso sí, todos veían fijamente a Pedro de Urdimalas que ya sangraba de los pies por la caminata tan larga. -“Aquí te esperas”, dijo el demonio, “voy por mi esposa para que decida qué hacer contigo”. Lo amarró a una tranca y entró a su casa.

Pocos minutos pasaron cuando un par de diablillos comenzó a tirar piedras calientes contra Urdimalas; uno de ellos le picaba las costillas con una rama y el otro decidió escupirle la cara con su ácida saliva. Pacientemente Pedro se dejó castigar hasta que tuvo la cola de uno de los pequeños al alcance de su mano y tiró tan fuerte que la arrancó de tajo. El chillido del diablito fue tan violento que de la tierra nació el Paricutín. Cuando la madre de los engendros se dio cuenta de lo sucedido enfureció tanto, que decidió acabar de una vez con la vida de Pedro; pero el demonio la convenció de castigarlo con tareas imposibles para un humano.

-“¡Está bien! ¡Pero si no logra lo imposible en una noche, mañana mismo te deshaces de él! Presta atención humano maldito… ¿vez aquella laguna? Pues bien, deberás traerla aquí, frente a mi casa, y este llano deberás llevarlo a ocupar el lugar de la laguna. ¡¿Entendiste?!”

-“Si entendí”, contestó Urdimalas, “¿pero cómo haré eso que me pide?”

-“¡Ese es tu problema!” dijo la diabla y se fue empujando a su marido y consolando al diablito sin cola.

Escondida entre los matorrales una joven escuchó el alboroto; con cautela se acercó al desafortunado humano que buscaba con la mirada una pala para cambiar de lugar el llano y una tinaja para acarrear el agua de la laguna, mientras maldecía su suerte y la del pobre demonio con la esposa tan fea que le había tocado.

-“Ya, sal de allí. ¿Crees que no te he visto? ¿Quién eres y qué haces escondida?”

-“Mi nombre es Blanca Flor y soy hija adoptiva de quienes te impusieron el castigo. ¿Te puedo ayudar?”

-“Sólo que sepas cómo cambiar de lugar el lago y el llano; de otro modo no sé cómo podrías…”

-“Pues sí lo sé, pero necesito que te vayas a dormir y que lo hagas pensando en mí… Digo, si quieres que te ayude, claro.”

Pedro se fue a dormir y ni en sueños pudo dejar de pensar en la muchacha que era muy bonita: ojos grandes y profundos como el cielo de la noche, enmarcados con unas cejas y pestañas perfectas; su piel era blanca como la luz de la mañana y toda ella olía a flores y frutas desde lejos. Era imposible no soñar con ella.

A la mañana siguiente Urdimalas despertó con el grito maldiciente y escandaloso de la diabla, que sorprendida buscaba una explicación para lo que veían sus ojos: el lago y el llano habían cambiado de lugar. La furia no la dejaba pronunciar palabra clara, le salía espuma por la boca y humo por las orejas y nariz; del coraje se sacó los ojos que le volvían a salir para volverlos a sacar; se mordía la lengua cada vez que intentaba juntar los dientes, y cuando ésta caía al suelo emitía ruidos incomprensibles para el oído humano y el de su esposo que asustado se cubría la cara. Cuando logró calmarse un poco llamó a Pedro para darle una nueva tarea.

-“Toma este puñado de trigo. Siémbralo en el llano y mañana temprano quiero que hagas pan con la primera cosecha. ¡Más te vale obedecer porque ya sé qué haré contigo si no cumples maldito!”

Pedro sabía que la tarea era imposible, por eso tomó una cuerda dispuesto a quitarse la vida él mismo; con lo que no contaba era con que su vida ya no le pertenecía y, por más que lo intentó, no logró suicidarse. Cuando Blanca Flor se enteró de los intentos de Urdimalas, acudió una vez más en su ayuda.

-“Ve y duerme Pedro. Cuando despiertes todo estará resuelto.”

Pedro no pudo negarse pues era ella, Blanca Flor, su único motivo para sentir ganas de vivir, además que era la única forma de mantenerse vivo. Esa noche, antes de quedar profundamente dormido, Urdimalas prometió no apostar jamás en ningún juego de azar. Cuando despertó lo hizo por el aroma del pan recién horneado que también despertó a la diabla de la casa.

La escena del día anterior se repitió, con la diferencia de que ahora el demonio no alcanzó a esconderse de la furia de su esposa que escupía víboras, rayos y centellas por su boca; también recibió los golpes que sobraban, así como los gruñidos que le destemplaban el oído y le provocaban la caída del cabello por el fétido aliento de su mujer que calló repentinamente y, con una diabólica risotada, dio cuenta de una prueba más para el maldito humano, la prueba definitiva, la que le ganaría una eternidad de torturas o la salvación.

-“Mañana temprano”, dijo la diabla, “tendrás que domar a una burra bronca que encontrarás en el corral; si no lo logras serás sujeto de los más perversos castigos que puedas imaginar…”

-“Pero si lo hago”, dijo Pedro de Urdimalas, “¿Me dejarás libre?”

-“Lo pensaré…”

Pedro no sabía lo que le esperaba, hasta que la bella Blanca Flor le confesó que la burra era su madrastra transformada; que la silla que debía montar, era su padrastro; que la rienda y los estribos, serían sus diabólicos hermanitos, y que ella sería la fusta con la que debía dominar el carácter salvaje de su madre. Todo estaba dispuesto para que el maldito humano no pasara la prueba decisiva y esta vez la joven no podría ayudarle de ningún modo posible. Urdimalas no quería hacer uso del chicote pues eso le provocaría un gran dolor a Blanca Flor que tanto lo había ayudado y de quien se había encariñado mucho en los últimos días.

Llegada la hora Pedro entró en el corral y con un palo que había escondido entre sus ropas le soltó un buen golpe en la cabeza a la burra que, sorprendida, no supo esquivar; después del primero siguieron muchos más, pero no sólo contra la testa del animal, sino contra la montura y sus estribos, hasta que, cansados de tanto golpe dieron de sí y cayeron de bruces en medio del infernal patio. Blanca Flor recuperó su forma y le pidió a Urdimalas la llevara consigo, aunque eso le costara la inmortalidad; ella también se había enamorado y estaba dispuesta a todo con tal de seguir el impulso de su corazón.

-“Ve al potrero grande. Allí encontrarás dos caballos muy parecidos, toma al más noble, Pensamiento, y regresa por mí. Yo prepararé todo para que mis padrastros no descubran que me he ido contigo”.

Pedro corrió al potrero como se lo indicó la joven, mientras ella escupía en una vasija una y otra vez; cuando estuvo frente a los caballos no pudo distinguir cuál de ellos era el más noble, pero sí el más brioso. Lo ensilló apresuradamente y galopó hasta la puerta de la casa en la que Blanca Flor lo esperaba angustiada.

-“¡Tomaste el caballo equivocado! ¡En este nos darán alcance rápidamente! ¡Pero ya no queda tiempo, vámonos ahora mismo!”. Ambos montaron y enfilaron hacia la cueva de las caras lodosas.

A los pocos minutos de haber partido, la diabla despertó adolorida y aún mareada por la golpiza recibida; trastabillando se encaminó a la casa y desde la puerta gritó a su hija:

-“¡Blanca Flor!”

-“Mande…”

-“¡Blanca Flor! ¡Ven aquí!”

-“Mande…”

-“¡Que vengas te digo! ¿Qué no entiendes muchacha del demonio?”

-“Mande…”

La voz de Blanca Flor poco a poco se hacía más débil, perdiéndose como un lamento en el silencio del infierno, cuando su madrastra descubrió el truco de la vasija, para después correr al potrero y descubrir que se habían llevado al Traga Leguas, un caballo veloz, sí, pero no tanto como el Pensamiento. Cuando la diabla lo montó, lo único que tuvo que hacer fue pensar en dar alcance a su hija y al mal nacido de Urdimalas, para que el animal supiera qué camino tomar y llegar así, de inmediato, a donde estaban los fugitivos.

-“¡No voltees Pedro!” gritó Blanca Flor desesperada, “¡Mi madre casi nos alcanza!” De entre sus ropas sacó un puño de hierba que arrojó al paso de Pensamiento, convirtiéndose en un tupido monte de hortiguilla y espinos que detuvieron momentáneamente el paso del penco, pero no fue suficiente. Sólo bastó con que la diabla pensara de nuevo en su hija para que el corcel retomara el camino.

Una vez más la muchacha buscó entre sus ropas y encontró un espejo que arrojó también al paso del potro, para convertirse en un lago que reflejaba los pensamientos de quien allí se hundiera; por ello, cuando la diabla se dio cuenta que nada podía hacer para alcanzar a su presa, lanzó la siguiente maldición:

-“¡Por el mismo Dios te juro que habrás de sufrir cuando ese hombre te olvide; sólo bastará que alguien lo abrace para que suceda! ¡No lo olvides Blanca Flor! ¡Cuando alguien lo abrace, se olvidará de ti, y sufrirás por ello!”

Lo grave de la maldición es que la había hecho en nombre de Dios; eso la hacía doblemente efectiva: primero por jurar en su nombre, y segundo porque no había forma de evitarla. Pedro no entendió la amenaza en las palabras de la diabla, y por más que Blanca Flor le explicó lo que su madre quiso decir, no se percató de la preocupación en su voz.

Cuando llegaron al pueblo todo estaba cambiado para Pedro, las calles eran las mismas pero no los lugares, ni los tendajos; los que eran baldíos, ahora estaban ocupados con pequeñas y grandes construcciones. Muchos rostros le parecían conocidos, pero estaban viejos y cansados. Fue entonces que entendió lo que pasó: para él apenas pasaron unos días, pero en su mundo, el de los humanos, habían transcurrido años enteros.


-“Espérame aquí, déjame buscar un lugar seguro para escondernos y comer algo porque seguro ya tendrás hambre ¿verdad?”, comentó Pedro de Urdimalas a Blanca Flor que asintió con un gesto tranquilo y más confiado que minutos antes, durante la carrera.

La narración de mi tía Elodia se vio interrumpida por un gran alboroto en el centro del patio; algunos pensamos que había sucedido algún accidente o algo por el estilo, pero no: el tío Pedro había regresado y todos corrimos a abrazarlo.

Benavides S., O. M. Hacienda Sta. Engracia. Hidalgo, Tamps. Primavera 2010.