miércoles, 26 de diciembre de 2007

Necedad... ya me conocen.

Hace tiempo me he distinguido por ser algo así como el Grinch que se resiste a cualquier cosa que mezcle los sentimientos –los míos, por supuesto- con la realidad, y me he encontrado con que cada año es más difícil lograrlo, tal vez sea que me estoy poniendo viejo o simplemente que me ha vencido despacito lo que recibo de quienes me rodean, de modo que no puedo esconder la cara de felicidad cuando cuento que, con los años, el grupo de amigos y de buenos compañeros, crece.

Estas fechas son especiales para recordar por qué busco mantenerme al margen de cualquier cosa que se traduzca en “mariconerías”, no es nada más porque sí. Ver esas caras sonrientes después de cobrar su aguinaldo, mientras piensan en la cantidad de regalos que deben comprar y las cuentas que esperan pagar, no es precisamente lo que hace que me sienta feliz de estar metido en este rollo humano que pierde piso con unos cuantos pesos de más... Si, si, ya sé que lo de la lana nos duele a muchos, pero no es sólo eso.

Hace unos días me preguntaba, hasta que me harté de no encontrar respuesta, del por qué la gente se felicita en navidad, si no se requiere la intervención de uno para que la fecha se convierta en importante, como en un cumpleaños, una boda, un bautizo, o qué sé yo. La gente se felicita sin saber por qué lo hace. No es de extrañar; vivimos tan de carrera que no nos da tiempo para reflexionar sobre lo que hacemos y que además me parece tonto.

Este año me permití no felicitar a nadie en el aniversario, falso por cierto, de la natividad del Señor y guardaré esa dicha hasta que se termine el año, pues creo que eso sí debe festejarse: un año más que se acaba... ¡y lo pasamos! Pero bueno, ese año más, implica comenzar a pensar que es también un año menos... ¿Qué necio, no creen?

lunes, 10 de diciembre de 2007

El compadre rico y el compadre pobre

La fogata estaba lista. El aire que soplaba del norte se metía hasta los huesos y lo que traíamos puesto apenas servía para taparnos. Afortunadamente la lumbre comenzaba a compartir su calor con nosotros y eso ayudaba a que la noche fuera menos fría. El cielo se veía clarito y las ramas del árbol que nos cobijaba parecían estar dibujadas entre las estrellas que brillaban lo suficiente para alumbrar el camino a la acequia. La olla del café empezó a despedir ese olor que te abre el apetito; lo malo es que no teníamos comida para esa noche, sólo café negro.

Las risas que teníamos segurito llegaban hasta el puente; una que otra vez mi tío Beto se levantaba a orinar todo tembloroso, mientras Ramón, su hermano, seguía con sus historias de la revolución o de los caciques de Santa Engracia que ya habían muerto. Mi tío Orfelio era el que cocoreaba el asunto y aunque no le gustaba la idea de dormir incómodo parecía disfrutar más que mi papá prender la lumbre y poner el café; era raro porque papá siempre tomaba la delantera para esas cosas pero ahora dejó que su hermano mayor dirigiera la velada.

Con la noche ya entrada papá recordó una historia que le contó uno de sus tíos cuando era niño y nos la contó pensando que tal vez de esa forma nos mantendría despiertos más tiempo…

“En el pueblo, hace muchos años, vivían dos compadres. El primero trabajaba mucho de sol a sol en la labor pero no le alcanzaba muchas veces ni para comer. Todo el día se fregaba el lomo limpiando los surcos de la hierba, cuidando el riego y la fumigación que no debía faltar, y aunque la tierra era buena de su suerte no podía decir lo mismo: si llovía, la única cosecha que no se lograba era la suya, si no caía agua su milpa se quemaba sin disculpa y así tenía que batallar todo el año para pagarle al banco la semilla que le había financiado. Era pobre porque así había nacido, ni modo; su esposa y sus hijos tenían la misma vida marcada porque así les había tocado.

Su compadre, contrario a él, era rico; casi nada le hacía falta. Tenía lo suficiente para ayudar cuantas veces fuera necesario a su compadre pobre, y lo hacía con gusto porque así era él de tironero. Todo estaba en que se diera cuenta que a sus ahijados les hacían falta zapatos, o que a su comadre le faltaba para el gasto, o que viera a su compadre cabizbajo mascando el polvo del camino y tan rápido como podía acudía con ropa, despensa y lo que él consideraba podía ayudar a su amigo.

No esperaba a cambio nada porque su compadre nada podía pagarle. El compadre pobre pocas veces aceptaba la ayuda era por eso que el rico hacía los arreglos con el banco sin que el otro se diera cuenta. Ese apoyo desinteresado no había nacido de la nada, cuando niño, el rico estuvo a punto de ahogarse en la noria pero fue salvado de la tragedia gracias a un niño pobre que, sin tener miedo, se metió por él con una cuerda amarrada a la cintura.

El compadre rico con mucha frecuencia insistía al pobre que dejara la siembra y que se fuera con él a trabajar como su socio pues necesitaba ayuda en sus negocios, pero éste se negaba siempre argumentando que no necesitaba el trabajo y que seguramente con su mala suerte los negocios se vendrían abajo, por eso le aconsejaba que buscara a alguien que supiera de esos menesteres y que no le hiciera perder tiempo ni dinero.

Un día la esposa del compadre pobre se enfermó y el doctor le dijo que seguro era por las mal pasadas que se daba; le recetó descanso y buena comida, además ya estaba bueno de tener a los hijos en ese solar tan pelón e hizo que la familia se mudara al pueblo, a una de las casas que tenía su compadre sin ocupar. Lo que nadie sabía es que todo, excepto la enfermedad, era plan del compadre rico que no halló otra forma de acercar a sus compadres a la civilización y a sus ahijados a la escuela.

El compadre pobre no tuvo más remedio que aceptar las órdenes del doctor y acudió a su compadre para solicitar la ayuda que necesitaba. El rico se emocionó tanto con los resultados de su plan que sólo faltaba que su compadre aceptara el trabajo que le ofrecía pero el pobre nuevamente se negó.

Preocupado el compadre rico por la necedad de su amigo, tuvo la idea de ofrecerle dinero para que pusiera un negocio propio, pero tampoco funcionó. Días después le dijo que el dinero no era regalado, sino un préstamo que le hacía a cambio de cuidar una tienda que tenía pensado poner en esa casa que ahora ocupaba con su familia. El compadre pobre apenado por haber estropeado el negocio de su amigo, aceptó cuidar la tienda pero sólo a cambio de un salario que cubriría el costo de la renta del lugar y los alimentos de la familia.

Sintiendo el triunfo en sus manos, el compadre rico se dio a la tarea de comprar la estantería y la mercancía necesaria para que su compadre se pusiera a trabajar, no sin antes mandar cerrar las otras tiendas que tenía en el pueblo con la intención de que le fuera bien a su amigo de la infancia.

Una vez que estaba todo listo, el compadre rico le explicó al pobre lo que debía hacer para que el negocio fuera bueno y obtuviera grandes ganancias. Lo primero que le sugirió era que se levantara antes de las cinco de la mañana, hora en que las mujeres salían por la leche para el almuerzo y que de seguro algo habían de llevarse de la tienda. El compadre pobre también estaba emocionado por su nueva vida y aseguró que no tendría problema para levantase a esa hora pues estaba acostumbrado a hacerlo desde hacía mucho.

Esa noche el compadre rico no pudo dormir de la emoción. A las cinco de la mañana, sin tomar café siquiera salió de su casa para ver cómo su compadre había iniciado el día. Cuando llegó la tienda se dio cuenta que estaba cerrada. –‘Seguro a mi compadre le pasó lo mismo que a mí. No ha de haber podido dormir en la noche y hasta ahora le ganó el sueño’, pensó. –‘Regresaré en una hora. Seguro ya mi comadre estará lista para hacer la primera venta del día’.

Se fue a la plaza a tomar café y pasada la hora regresó. –‘¡Ah qué mi compadre tan flojo! ¡Por eso está jodido el pobre! Segurito anoche se emborrachó y no se ha levantado…’. Molesto abrió la puerta de la tienda sin cuidarse de no hacer ruido a ver si con éste se despertaba su compadre. Lo raro era que ni los chiquillos se habían levantado aún y todo estaba quieto en el patio que dividía la tienda de la casa.

-‘¡Compadre! ¡Compadre! ¡Despiértate flojo, que ya es hora de abrir la tienda!’. Nadie respondía a sus gritos cada vez más furiosos. Se asomó por la ventana pero no se veía nada. Regresó a la tienda y tomó una linterna para dirigirse de nuevo a la ventana. -‘¡Compadre! ¡Compadre! ¡Ya es hora compadre!’.

Apenas alcanzó a divisar los bultos de la familia recostada. –‘¡Ah que familia de flojos estos! ¡`Ora verán!’; de una patada se cargo la puerta de la casa pensando que así despertarían asustados, pero el susto se lo llevó él cuando en la mesa vio a la muerte sentada con esa risa espantosa que siempre le dibujan diciendo: -‘Yo pa´ pobres los mandé, tu para ricos los quieres, ¡revívelos si es que puedes…!”

La noche avanzaba y el sueño venció despacito a mis primos, después a mis tíos y a mi papá. Esa noche yo no pude dormir.